El atacante, que fue abatido por el equipo de seguridad, había asistido a servicios allí.

El horror irrumpió sin previo aviso en un espacio que, para muchos, simboliza paz y refugio. La Iglesia Comunitaria CrossPointe, en Wayne, Michigan, fue escenario de una pesadilla cuando Brian Anthony Browning, de 31 años, abrió fuego frente al templo repleto de feligreses, sembrando el pánico en medio del culto dominical.
El atentado no fue una tragedia masiva por una combinación de factores que bordean lo milagroso: la rápida reacción del equipo de seguridad de la iglesia, un feligrés que lo embistió con su vehículo, y la reacción colectiva de los asistentes. Pero el simple hecho de que un hombre armado con un rifle, una pistola y un chaleco táctico pudiera llegar tan cerca de cumplir una masacre debería sacudirnos más allá del alivio inmediato.

Las imágenes del momento, captadas en video, muestran la confusión y el miedo puro: gritos desesperados, niños siendo llevados a resguardo, adultos tratando de organizar una salida que no sabían si sería la última. La violencia penetró hasta el corazón mismo de la congregación, recordando que hoy, ni siquiera los lugares sagrados son inmunes a las fracturas sociales y mentales que corroen a muchas comunidades.
Browning, según la policía, no tenía antecedentes penales ni contactos previos con las autoridades. Solo su madre, miembro activa de la iglesia, lo conectaba con la congregación. Algunos sugieren que sufría una crisis de salud mental, una explicación que ya empieza a sonar como estribillo repetido cada vez que un nuevo tirador aparece en escena. ¿Pero es esto suficiente para entender —y prevenir— lo ocurrido?

La salud mental es, sin duda, un componente crítico. Sin embargo, no se puede pasar por alto el otro eje central: el acceso desmesurado a armas de fuego. En la vivienda del atacante se encontraron más rifles, pistolas y abundante munición. ¿Cómo es posible que alguien sin historial criminal posea tal arsenal sin levantar alarmas? La respuesta apunta, una vez más, a un sistema fallido que prioriza los “derechos” armamentistas por encima de la seguridad colectiva.
La actuación del personal de seguridad de la iglesia fue valiente. Evitaron una tragedia mayor. Pero, ¿acaso deberíamos celebrar que iglesias, escuelas y centros comunitarios ahora necesiten operar como fortalezas bajo amenaza constante? La normalización del «protocolo de tiroteo» en espacios civiles revela una sociedad que ya no previene, solo reacciona.
En un país donde la violencia armada se ha convertido en una constante y no en una excepción, la pregunta no es si habrá un próximo tiroteo, sino dónde y cuándo. El culto religioso, la oración y el sentido de comunidad no bastan para detener las balas. El silencio de los líderes políticos ante esta epidemia de sangre solo amplifica el mensaje: la seguridad es un privilegio, no un derecho.
Mientras el FBI y la policía local continúan su investigación, muchos en Wayne siguen tratando de comprender cómo una jornada de fe se transformó en una de horror. Y aunque se salvó la mayoría, la herida queda. Porque aunque el cuerpo de Browning cayó al suelo, lo que permanece en pie es el temor colectivo: el de saber que, la próxima vez, el héroe improvisado podría no llegar a tiempo.
¿Qué más debe pasar para que se reforme un sistema que, día a día, pone a prueba nuestra capacidad de duelo?