Este fin de año tuve la oportunidad de visitar Auschwitz, el campo de concentración nazi que representa uno de los capítulos más oscuros de la humanidad.
Por Wendy García

Fue un viaje que marcó mi vida, un recorrido que despierta en la piel y el alma las emociones más profundas. Desde el trayecto hacia este lugar, uno percibe la maldad sistemática de quienes planearon llevar en tren a miles de personas hacia la muerte.
Al llegar, me encontré con un ambiente frío, no solo por la temporada, sino por la carga histórica del sitio. Las paredes, los edificios y los restos conservados cuentan una historia desgarradora. Cruzar la entrada principal es como atravesar un portal hacia el sufrimiento; cada rincón parece susurrar los gritos de desesperanza de quienes estuvieron allí.

Dentro de los barracones, los vestigios son devastadores: ropa de niños, maletas, prótesis y hasta cabellos de las víctimas. Todo está ahí, testigo mudo de un genocidio que no puede ser olvidado. Mientras recorría esos pasillos lúgubres, no podía dejar de llorar. Me preguntaba cómo era posible tanta maldad premeditada. Pensaba en los niños, mujeres y ancianos que llegaron creyendo en la promesa de una vida mejor, solo para ser tratados peor que animales.
El momento más impactante fue entrar a las cámaras de gas. Allí, la angustia parecía incrustada en las paredes. Fue una experiencia que me estremeció profundamente. Todo mi ser se rebelaba ante lo que veía, pero no podía apartar la mirada.

Algo que me hizo reflexionar fue el relato de nuestro guía sobre la aparente normalidad de la vida en los alrededores del campo. Los vecinos seguían con sus rutinas, algunos sin saber, otros quizá eligiendo ignorar lo que sucedía. Me pregunté cuántas veces, en nuestra cotidianidad, ignoramos el sufrimiento de quienes nos rodean. Esa idea me golpeó el corazón.
Otro detalle que me impactó fue descubrir que, justo al lado de este lugar de horror, existía una casa lujosa donde la esposa de uno de los jefes celebraba fiestas con amigos, ajena a los crímenes que se cometían a pocos metros. Esa desconexión con la realidad me dejó atónita.

Este año se conmemoró el 80 aniversario de la liberación de Auschwitz, un recordatorio de que este genocidio no es una historia lejana. Hace apenas unas décadas, esto ocurrió frente a los ojos del mundo. Pienso en los hijos de quienes sobrevivieron, en las historias que aún transmiten, y me preocupa que las nuevas generaciones quiten importancia a recordar lo sucedido.
Auschwitz no es solo un sitio histórico; es un recordatorio de lo que puede suceder cuando se pierde la humanidad y se olvida el respeto por la vida. Más allá de la tristeza que deja su visita, sentí un llamado a la acción. El ser humano debe regresar a los principios de amor y justicia que guían el bien común.

No podemos permitir que esto se repita. Auschwitz nos recuerda que no debemos ser indiferentes al dolor ajeno y que es nuestra responsabilidad construir un mundo mejor, basado en valores que preserven la dignidad humana.