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La falsa divinidad infantil en Nepal expone profunda idolatría humana

En Nepal, la reciente coronación de Aryatara Shakya, una niña de dos años y ocho meses, como nueva kumari o “diosa viviente”, vuelve a poner en evidencia una práctica ancestral que, lejos de ser una simple expresión cultural, revela la persistencia de la idolatría humana y la distorsión del verdadero sentido espiritual. Este ritual, celebrado…

En Nepal, la reciente coronación de Aryatara Shakya, una niña de dos años y ocho meses, como nueva kumari o “diosa viviente”, vuelve a poner en evidencia una práctica ancestral que, lejos de ser una simple expresión cultural, revela la persistencia de la idolatría humana y la distorsión del verdadero sentido espiritual. Este ritual, celebrado durante el festival Dashain, es seguido por miles de fieles hinduistas y budistas que veneran a la pequeña como encarnación de la diosa Taleju, en un sincretismo que mezcla devoción, superstición y una preocupante cosificación de la niñez.

El proceso de selección de la kumari, propio de la comunidad Newar del valle de Katmandú, exige que la niña tenga entre dos y cuatro años, sin “defectos” físicos visibles, y que no manifieste miedo a la oscuridad. Cualquier señal de temor o imperfección la descalifica. Luego, la elegida es separada de su familia para vivir recluida en el palacio-templo Kumari Ghar, donde solo puede salir en ocasiones rituales. Durante años, esta niña será tratada como una deidad, sin contacto normal con el mundo, sin juegos, sin libertad y sin una infancia auténtica.

Detrás del brillo ceremonial, la figura de la kumari refleja un culto a la perfección física y espiritual inexistente, proyectado sobre una niña que aún no comprende el peso simbólico que se le impone. Lo que se presenta como honor es, en realidad, una forma de esclavitud religiosa que mutila el desarrollo emocional y humano de la menor. La sociedad la eleva a un pedestal para después, al llegar la pubertad, devolverla a la vida común, donde muchas de las antiguas “diosas” narran el trauma del aislamiento, la dificultad para relacionarse y la pérdida de identidad.

Aunque el gobierno nepalí ha introducido cambios recientes —como permitir que las kumaris reciban educación particular, vean televisión y obtengan una pequeña pensión mensual—, las reformas apenas rozan la superficie del problema. La práctica continúa justificándose bajo el argumento de la tradición y el respeto cultural, ignorando el daño psicológico, espiritual y moral que conlleva la veneración de una criatura humana como objeto divino.

Desde la fe cristiana, este hecho confronta una verdad innegociable: solo Dios merece adoración. El ser humano, creado a Su imagen, jamás debe ser elevado al lugar del Creador. Adorar a una niña, por pura inocencia o por antiguas costumbres, constituye una profanación de la verdad divina y un engaño que perpetúa la oscuridad espiritual. En la Escritura, el Señor advierte: “No te harás imagen ni semejanza alguna… no las adorarás ni las servirás” (Éxodo 20:4-5). Sin embargo, la humanidad sigue buscando sustitutos visibles de lo invisible, moldeando ídolos que le otorguen seguridad momentánea, en lugar de rendirse al Dios verdadero.

Más allá del exotismo con que los medios internacionales presentan esta historia, la designación de una “diosa viviente” de dos años debería generar indignación y compasión, no admiración. Es una muestra de cómo el ser humano, en su intento de tocar lo divino, termina esclavizando lo sagrado a lo material, incluso sacrificando la niñez.

Desde una perspectiva cristiana, esta noticia invita a reflexionar sobre la diferencia entre veneración cultural y adoración divina. Las Escrituras enseñan que solo Jesucristo es la encarnación perfecta de Dios, el único digno de adoración.

Como creyentes, no somos llamados a despreciar las culturas, sino a discernirlas a la luz de la verdad de Cristo. La historia de Aryatara debe movernos a orar por los niños de Nepal y del mundo, para que sean liberados de todo sistema que los use o idolatre. La verdadera divinidad se manifestó una sola vez: en Jesucristo, el Hijo de Dios, quien no exigió adoración por poder, sino que sirvió con amor. Solo en Él hay libertad, verdad y vida abundante; fuera de Él, cualquier culto, por más antiguo o bello que parezca, no es más que una sombra vacía de la verdadera luz.

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