Por Licda Joice de Camarena / Administradora de Empresas, Pastora General de Misión Internacional Kairos
La partida de mi madre a la patria celestial es una de las experiencias más dolorosas que he podido enfrentar. Aprender a vivir sin ella ha sido un camino difícil, marcado por el vacío y la tristeza. Sin embargo, en medio del dolor, la fe se convierte en un refugio inquebrantable. La mayor fortaleza y consuelo provienen de rendir nuestra aflicción a los pies de Cristo, quien se acerca a los quebrantados de corazón y consuela a los abatidos (Salmos 34:18).

A lo largo del proceso de sanación, es natural encontrar apoyo en familiares y amigos. Su compañía nos ayuda a sobrellevar el dolor y a sentirnos comprendidos. No obstante, si depositamos toda nuestra confianza en el apoyo humano, inevitablemente siempre nos sentiremos vacíos. Intentar superar el duelo sin Jesús es un error, pues solo Él puede otorgar una sanidad completa al corazón herido.
El apoyo de las personas tienen un valor importante, pero la verdadera restauración proviene de Dios. Enfrentar la pérdida sin la guía del Señor y confiar únicamente en estrategias humanas—como la terapia, la lectura, el ejercicio o el entretenimiento—puede generar alivio temporal, pero no llenará el vacío del alma.
Solo Cristo tiene el poder de sanar plenamente el corazón doliente. En mis momentos de tristeza, mirar la cruz de Jesús ha traído consuelo y renovación. Su sacrificio no solo nos limpia del pecado, sino que también restaura nuestras emociones, pensamientos y heridas más profundas. La ansiedad, el dolor y la tristeza fueron cargados en esa cruz (Isaías 53:4-5), y a través de su amor, nuestra alma encuentra paz.
Cristo no exige que finjamos fortaleza; Él comprende nuestra humanidad y nos acoge en nuestra vulnerabilidad. Su obra no busca que neguemos el dolor, sino que lo transformemos en gozo y alabanza. Con su amor, la desesperanza se convierte en esperanza y el llanto en danza (Salmos 30:11). La ausencia física de una madre no significa que su esencia desaparezca.
Su amor, sacrificio y enseñanzas quedan grabados en el corazón de sus hijos. Su sonrisa, su abrazo y sus palabras seguirán siendo fuente de consuelo e inspiración. El legado de una madre impacta generaciones.
Su fe, fortaleza y sabiduría dejan huellas imborrables que vivirán en los corazones de aquellos que la amaron.
Aunque su presencia física ya no esté, su legado permanecerá, recordándonos que el amor de una madre es inmensurable y que, en Cristo, encontramos la paz para seguir adelante.