La Iglesia de Inglaterra ha cometido un grave desacierto al nombrar a Sarah Mullally como Arzobispa de Canterbury. La decisión no solo rompe con siglos de tradición, sino que introduce una postura que muchos cristianos consideran incompatible con la fe: ella se declara feminista. Para numerosos creyentes conservadores, este acto no es una señal de progreso, sino un riesgo que amenaza la autoridad espiritual y la unidad de la iglesia.

Su trayectoria como partera y su experiencia en el servicio a las familias no logran compensar lo que críticos ven como un giro peligroso hacia ideologías modernas que contradicen la Palabra de Dios. Declararse feminista desde el cargo más alto de liderazgo espiritual es considerado por muchos como un desafío directo a los principios bíblicos sobre roles, obediencia y liderazgo en la iglesia. Esta autodefinición genera alarma porque señala que las agendas sociales y culturales podrían primar sobre la guía espiritual y la enseñanza tradicional.
La elección de Mullally ha causado rechazo en amplios sectores cristianos, quienes la ven como una representante de corrientes liberales que distorsionan la misión de la iglesia. Para estos creyentes, asumir un puesto tan relevante mientras se promueve el feminismo es incompatible con la vocación de guiar a la comunidad según los preceptos de Cristo. Señalan que el feminismo, tal como ella lo presenta, no se alinea con la estructura de autoridad y disciplina establecida durante siglos, y que su influencia puede debilitar la cohesión doctrinal.

Además, la declaración de Mullally como feminista genera división no solo dentro de la Iglesia de Inglaterra, sino también en la Comunión Anglicana a nivel mundial. Conservadores de África, Asia y América Latina han expresado su preocupación por la adopción de ideologías que consideran externas a la enseñanza cristiana, alertando sobre el riesgo de fracturar aún más una comunidad ya afectada por tensiones sobre el matrimonio, la ordenación y la interpretación de la Escritura.
Muchos cristianos sienten que este nombramiento envía un mensaje equivocado a la iglesia y al mundo: que los cargos más importantes pueden ser utilizados como plataforma para agendas personales o políticas, en lugar de servir con fidelidad a Dios y a la Palabra. Para estos creyentes, la autoridad espiritual debe basarse en la devoción, la enseñanza bíblica y el ejemplo cristiano, no en la promoción de doctrinas modernas que muchos consideran contrarias a la fe.
En definitiva, la elección de Sarah Mullally como Arzobispa de Canterbury es percibida por muchos como un error monumental. Su feminismo declarado, lejos de ser una virtud, se interpreta como un desafío a la tradición, una amenaza a la unidad de la iglesia y una desviación de la misión espiritual que este cargo exige. Para los cristianos que valoran la fidelidad a la Escritura, su nombramiento es motivo de preocupación y alerta: un recordatorio de que la iglesia debe permanecer firme en sus principios, sin ceder a modas ni ideologías externas que podrían desviar su propósito sagrado.