Mientras el gobierno, de esta manera, mostraba su disposición a asumir el control absoluto de la actividad política en el país, dejando de lado los escrúpulos que hasta entonces había mantenido, su acción se proyectaba también hacia el exterior en una ofensiva que causaba notable alarma. Su blanco principal era la vecina Honduras, que jugaba un papel esencial como punto de partida de las fuerzas liberacionistas y donde también la United Fruit poseía importantes explotaciones bananeras. Los comunistas guatemaltecos vieron una oportunidad dorada para desestabilizar ese país cuando en abril de 1954 estalló una huelga entre los trabajadores de esa compañía frutera. La suspensión de actividades se extendió rápidamente, paralizando por completo la economía de toda la región norteña de Honduras y creando un serio riesgo político para el gobierno del presidente Juan Manuel Gálvez al proyectarse -en las semanas siguientes- también a Tegucigalpa y otras ciudades. Los sindicatos de Guatemala y los comunistas de la toda la región apoyaron abiertamente el movimiento, enviando el gobierno de Arbenz algunos cónsules que atizaron el descontento. Varios de estos cónsules fueron posteriormente expulsados, en un clima de creciente tensión que hizo pensar incluso en el probable estallido de una guerra entre ambas naciones.
Entretanto, los liberacionistas pasaban a la ofensiva, concentrándose al principio en acciones de sabotaje y de propaganda. Comenzó a funcionar, desde territorio hondureño primero y luego desde el oriente del país, la llamada Radio Liberación, una emisora de bastante alcance en la que Leonel Sisniega Otero, Mario López Villatoro y José Torón Barrios lanzaban proclamas encendidas, anunciaban la entrada del ejército de Castillo Armas a Guatemala y llamaban al levantamiento popular. Paralelamente se inició otro tipo de acción, que daría importantes resultados a los alzados: los vuelos de algunos aviones que -amenazantes para el ejército- lanzaban hojas de propaganda, se exhibían en los cielos de la capital y otras ciudades y realizaban misiones de abastecimiento.
La población, con su chispa característica, bautizó como sulfatos a los aviones liberacionistas porque, como cierto purgante usado en esos tiempos, producía incontrolables respuestas fisiológicas en quienes se aterrorizaban al verlos. Pero, a pesar de las fuertes reacciones de temor que produjeron estos vuelos y de las decisivas misiones de abastecimiento que realizaron para poder alistar la invasión, su efecto militar fue escaso. Porque, si bien Castillo Armas y sus hombres estaban apoyados por la CIA, no eran muchas las aeronaves que estaban a su disposición: eran en total una docena de aviones ligeros, incluyendo 3 C-47S de transporte y 6 cazas F-47S Thunderbolt, (o P-47, como también se los conocía) aparte de un par de avionetas y un caza P-38. En total, según registros de la propia CIA, se volaron un total de 225 misiones, la mayoría de transporte de armas, provisiones y equipo, y unas 40 de combate, lanzando algunas bombas sobre depósitos de combustible, sobre el cuartel de Matamoros en la capital y sobre un navío que estaba frente al puerto de San José, en el Pacífico.
Aparte de estas acciones, los adversarios de Arbenz organizaron algunos sabotajes en el territorio nacional que pretendían desorganizar el sistema de comunicaciones y de transporte del ejército. Pero esas misiones no fueron muchas y debieron suspenderse pronto, tantas eran las bajas que producían entre unos jóvenes que, detenidos rápidamente y torturados en muchos casos, no estaban en condiciones de enfrentar al aparato represivo del gobierno. La más importante de todas fue un atentado contra el tren que portaba las armas del Alfhem, el día 20 de mayo, a unos 20 km. de Puerto Barrios, que fue seguido por un tiroteo en el que murieron dos de los saboteadores anticomunistas.
La CIA jugó un papel de cierta importancia en esta fase previa a la invasión, especialmente dando apoyo logístico a los liberacionistas, ayudando a coordinar sus esfuerzos y proporcionándoles valiosas informaciones. Pero nunca, como cierta leyenda se ha encargado de difundir, asumió directamente el control de las operaciones, ni dirigió al personal militar o civil que participaba, ni prestó sus hombres para que acudieran al campo de batalla. Su papel fue en la retaguardia, en la provisión de algunos elementos indispensables para el combate -que en todo caso se facilitaron con bastante reticencia- y en la coordinación de algunos grupos que, todavía dispersos, se iban integrando en la lucha.
7.2. La Lucha
El total de las fuerzas a disposición de los alzados resultaba, para la empresa que se proponían, auténticamente minúsculo: un total de 300-400 hombres -la gran mayoría guatemaltecos aunque había también hondureños y de otras nacionalidades centroamericanas- equipados con armas dispares -muchas veces arcaicas- y sin medios de transporte adecuados. Entre ellos, eso sí, había personalidades de importancia, como el Coronel Guillermo Flores Avendaño, y una multitud de jóvenes voluntariosos que, huyendo de la persecución del arbencismo, habían venido de Guatemala para incorporarse a la aventura. Existía un grupo en México, que no alcanzó a entrar en combate y muchos que, en esos febriles días de junio, salieron de la capital para integrarse, cuando pudieron llegar a tiempo, a las columnas de Castillo Armas. Aparte de estos contingentes, que se desplegaron principalmente desde Honduras, existía otro grupo, que podría haber tenido hasta 200 personas, estacionado en El Salvador. Respondía al otro líder anticomunista, Miguel Ydígoras Fuentes, pero nunca llegó a participar en la acción. El gobierno salvadoreño, si bien preocupado por las acciones del gobierno de Guatemala, apoyó con mucha más renuencia que el hondureño la labor de los insurrectos y no permitió en ningún momento que cruzaran la frontera.
Los pilotos, si bien tenían la nacionalidad norteamericana, eran también guatemaltecos, circunstancia para nada excepcional y que muchas veces se pasa por alto: no eran personas contratadas por la CIA para bombardear al país, funcionarios o mercenarios extranjeros, sino activistas nacionales que trabajaban por motivaciones ideológicas, no pecuniarias, y que poseían en algunos casos ambas nacionalidades.
Los más destacados por sus acciones fueron Carlos Cheesman Silva y Jerry F. DeLarm, personas muy conocidas dentro del ambiente local y que siguieron residiendo en el país con posterioridad a las acciones armadas.
Permítasenos insistir en este punto: no es justo adjetivar a las fuerzas de Castillo Armas como mercenarias, tal como lo ha hecho buena parte de la historiografía posterior, porque, si bien es obvio que todos recibían dinero -de la CIA y de sus grupos de apoyo en Guatemala- ya que de otro modo no podrían haber sobrevivido, no se trataba en absoluto de ‘soldados de alquiler’ sino de personas, militares y civiles, que se habían comprometido en la acción por motivaciones ideológicas y políticas, que en muchos casos no tenían la menor experiencia militar y que nada recibieron por sus esfuerzos sino sus raciones y los medios elementales para mantenerse hasta entrar en combate.
La estrategia general de Castillo Armas era relativamente sencilla: tratar de tomar las principales cabeceras del oriente del país, ir avanzando hacia la ciudad de Guatemala y esperar que se produjese el levantamiento popular que podría compensar con creces la pequeñez de sus propias fuerzas frente a un adversario mucho más numeroso. Desde el punto de vista táctico se organizaron varias unidades que, cada una con objetivos diferentes, podrían en conjunto asegurar el control de una buena parte del territorio nacional: «Cinco fueron las pequeñas columnas o comandos organizados y equipados que invadirían Guatemala por la frontera de Honduras.» El «infortunado Alberto Artiga» iría por Puerto Barrios, en la goleta Siesta, para que las tropas del gobierno no pudieran defender Gualán y con el fin de controlar la zona de Izabal; otro grupo, al mando del mayor Julián de J. Torres, iba a partir de Chachagualilla para complementar esta acción, hostigando Puerto Barrios y cortando las comunicaciones con Gualán y Zacapa; la tercera columna la encabezaría el coronel Juan Francisco Chajón Chúa y tenía por objetivo atacar y tomar esas dos poblaciones; la cuarta, llamada Panchoy, estaba dirigida por el coronel Flores Avendaño, que había logrado huir del país y encabezaba una fuerza de unos 60 hombres que tenía por meta avanzar hacia Chiquimula y, finalmente, el grupo principal, de algo más de 100 hombres, dirigido por el coronel Miguel Angel Mendoza, que seguiría esa misma dirección general, pero entrando por Esquipulas- y en el que estaría el jefe del movimiento, teniente coronel Carlos Castillo Armas. Otro grupo más, el proveniente de El Salvador, se uniría a estas fuerzas en cuanto se cruzara la frontera.
A pesar del éxito de la cuarta columna, que lograría tomar varias poblaciones durante el primer día de su marcha (v. supra), la operación en general, en sus inicios, pareció encaminarse a un completo fracaso: los hombres de la goleta que llegó a Puerto Barrios fueron aplastados casi de inmediato, muriendo la mayoría de ellos mientras algunos pocos lograban escapar; el destacamento al mando del mayor Torres sufrió varios reveses y logró mantenerse sólo gracias al recurso de internarse en el monte y apelar a una estrategia de tipo guerrillera, que pocos resultados produjo; el grupo del coronel Chajón Chúa fue derrotado, apresado y fusilado sin mayores miramientos; la gente esperando en territorio de El Salvador no entró a Guatemala en esas primeras horas de la lucha, mientras que el grupo de México todavía no había pasado a la acción.
Como si todo esto fuera poco, la esperanza principal de los insurrectos no se materializó. No hubo ninguna insurrección popular, ningún levantamiento que pudiera dar un vuelco decisivo a la contienda, aunque los invasores pudieron constatar que recibían suficiente apoyo de sus coterráneos cuando ya se encontraban en el territorio nacional. Las razones de este mal comienzo son, desde la perspectiva que nos dan los años, bastante claras y aparentes. Los grupos derrotados perecieron en manos de un enemigo mejor organizado y considerablemente más poderoso que no tuvo dificultades en hacer valer su superioridad. La población de las ciudades, en especial de Guatemala, no se alzó porque la represión generalizada del gobierno producía un intenso temor y -a pesar de los planes trazados por algunos- no había una suficiente organización ni una preparación detallada del posible movimiento insurreccional. A esto hay que añadir la carencia de dirigentes que habían producido tanto la acción represiva del gobierno como el hecho de que muchos jóvenes, dispuestos a combatir, estuvieran en el ejército de Castillo Armas o viajando hacia las fronteras -si podían- para tratar de incorporarse a la lucha.
Pero, a pesar de estas dificultades, la acción de los siguientes días fue proporcionando excelentes resultados a los liberacionistas. El grupo de Flores Avendaño, el que se había adelantado, descubrió que estaban solos en territorio guatemalteco cuando recibió un telegrama que les pedía cruzar la frontera el día 18, a las 19 horas: «¡nuestra vanguardia se encontraba [ya a] 12 ó 15 kilómetros dentro del territorio guatemalteco!», dice nuestro cronista. El grueso de las fuerzas, demorado por el mal tiempo que impedía que los apoyasen desde el aire, penetró por la frontera hondureña el día 18 en la noche, dirigiéndose hacia Esquipulas. Tomaron esa ciudad el día 20, entrando a la una y media de la tarde, sin disparar un tiro y muy bien recibidos por la población.
Todavía no se habían producido reales acciones de guerra, sólo escaramuzas y tiroteos aislados, pero Castillo Armas tenía ya un pie en territorio guatemalteco y habían mejorado considerablemente sus posibilidades de éxito: los sulfatos, la Radio Liberación y el hecho de ocupar una localidad de cierta importancia iban creando la imagen de que el movimiento se afirmaba en el país, extendiendo el terror entre sus enemigos y alentando el optimismo de sus partidarios. El coronel aprovechó esta situación para avanzar en las definiciones políticas que le servirían para poner en claro sus propósitos y, así, definir mejor su causa y avanzar en sus propósitos.
Ya antes de entrar a Guatemala, en un manifiesto difundido el día 17, Castillo Armas había aclarado: «nuestra lucha no está dirigida contra el Ejército», con lo que quería marcar diferencias entre éste y el régimen de Arbenz para lograr en lo posible el apoyo de algunos de sus jefes. Al día siguiente, entrando a Guatemala, dictaría el «Decreto No. 1», en el que se desconocía la legitimidad del gobierno de Arbenz y se llamaba al «Ejército Nacional para que se una a nuestras filas en defensa de la dignidad y la soberanía del país.» Ya en Esquipulas, en el Decreto No. 3 del día 20 de junio, agregaría: «Asumo los Poderes Ejecutivo y Legislativo, en calidad de Jefe de Gobierno Provisional de Guatemala, por el tiempo que sea necesario para el triunfo de nuestras armas…»
Con estos pronunciamientos, y en vista de que no ocurría ningún levantamiento espontáneo, la Liberación trataba de ganar para su causa al ejército de Guatemala, o al menos de neutralizarlo, en tanto creaba un poder paralelo capaz de desafiar la propia existencia del gobierno arbencista. El destino de la sublevación dependía, de allí en adelante, de la respuesta política que pudiese recibir por parte de la población y de las acciones militares que pudiesen ejecutar sus adversarios.