7.1 Comienza la acción
En las primeras horas de la madrugada del 17 de junio de 1954 una columna del Ejército de Liberación, proveniente de Honduras, penetró en territorio guatemalteco. La componían sólo 64 hombres que, a pie y bajo la lluvia, ocuparon sin mayor inconveniente el puesto de El Florido y prosiguieron hacia la pequeña población de Caparjá, que tomaron a eso de las seis y media de la mañana, llegando «al filo del mediodía» a la aldea de Shupá. No encontraron mayor resistencia de parte de un ejército que se había retirado de las zonas inmediatas a la frontera -para evitar que se produjese algún incidente internacional con los hondureños- pero sí una buena acogida por parte de la población local. El Secretario de Prensa de la columna, Guillermo Putzeys Rojas -de quien tomamos estos datos- anota que ya en el curso de ese primer día el grupo había llegado a 113 hombres por la incorporación voluntaria de campesinos de la región. De este modo las fuerzas de Carlos Castillo Armas iniciaban una aventura militar de destino incierto, confiando ante todo en el indispensable apoyo popular que su causa podría recibir en los próximos días.
La columna mencionada, que dirigía el coronel Guillermo Flores Avendaño, había entrado al territorio nacional antes que las otras fuerzas por un error de coordinación. Sus efectivos eran pocos, su capacidad de fuego bastante limitada y sus medios de transporte prácticamente nulos. Castillo Armas comandaba un ejército que, en realidad, tenía apenas la fuerza de un par de compañías y toda la empresa, aunque apoyada por la CIA con armas y dinero, y financiada por los fondos que también se recolectaban en Guatemala, era en realidad una aventura de difícil pronóstico, sobre todo si se toma en cuenta que su propósito era oponerse al ejército regular, conformado por casi 10.000 hombres. Los atacantes, sin embargo, confiaban en que apenas al entrar a Guatemala se produciría un levantamiento popular en su apoyo, o que al menos obtendrían amplio respaldo en la población civil.
La invasión era el punto culminante de un enfrentamiento que antes había avanzado por senderos políticos y diplomáticos, pero que ya se acercaba a su conclusión natural: la lucha armada. Las posiciones eran irreconciliables y sólo un desenlace militar parecía ahora posible.
Ambos bandos se había preparado, cada uno a su modo, para este momento definitivo. Mientras los alzados reunían sus fuerzas, las unificaban y trataban de darles el apoyo logístico imprescindible, auscultando la situación internacional y local para fijar la fecha del comienzo del movimiento, el gobierno de Arbenz había progresado en su tarea de armarse, comenzar a organizar las milicias populares y, por supuesto, tratar de consolidar el frente interno por medio de medidas represivas de toda naturaleza.
El mayor Enrique Trinidad Oliva ya había sido arrestado en enero de 1954, junto a unas dos docenas de supuestos conspiradores, en un golpe represivo que el gobierno defendió, en declaración dada el día 29 de ese mes, como la respuesta a un complot contrarrevolucionario. Las amenazas y acciones contra la prensa y las detenciones y deportaciones de opositores prosiguieron en los meses siguientes, en una escalada represiva que se acentuaría aún más a partir de finales de mayo, creando lo que algunos llamarían un ‘reino del terror’ en Guatemala. En efecto, son muchos los testimonios que relatan, con todo detalle, la forma brutal en que fueron torturados los detenidos en Salamá y las personas que eran capturadas por las fuerzas de seguridad en esos meses. Se había generado en Guatemala una atmósfera políticamente opresiva, que no dejaba lugar a la libertad de prensa y de opinión, donde todos resultaban sospechosos y potenciales conspiradores. Entre las principales personalidades detenidas y torturadas aparecen Luis Valladares Aycinena, secretario general del Comité Cívico Nacional, Juan Córdova Cerna, a la sazón presidente de la AGA, José Luis Arenas Barrera, líder del PUA y diputado nacional -quien fue torturado en cinco ocasiones diferentes y pudo exiliarse en El Salvador- y Concepción «Concha»Estévez, principal dirigente de las locatarias del mercado, quien fue detenida en varias ocasiones durante esos meses por su decidida actitud opositora. Concha, como todas las locatarias, era mujer de origen muy humilde, pero comprometida a fondo en la lucha anticomunista.
Después de que el día 2 de junio Augusto Charnaud MacDonald, Ministro de Gobernación, anunciara públicamente que existía un plan bien organizado para derrocar al gobierno, éste decidió suspender las garantías constitucionales. Lo hizo el día 8 de junio, por segunda vez desde los disturbios de julio de 1951, y entonces comenzaron los allanamientos de viviendas y los arrestos masivos, creando un clima de terror en un amplio sector de la población, porque no fueron excluidos de los cateos ni siquiera figuras revolucionarias bien conocidas. Ese fue el caso, por ejemplo, de José Gregorio «Goyo» Prem, quien fuera Ministro de Hacienda y Crédito Público hasta que, renunciando a su cargo por la falta del trámite legal en el caso de la compra de las armas del Alfhem, decidiera apartarse del gobierno. Prem fue molestado y hostigado en varias ocasiones e incluso una noche, a eso de las dos de la mañana, fue cateada su casa por un grupo de soldados y de civiles que -por cierto- nada comprometedor encontraron.
A la cabeza de la represión se encontraban dos conocidos personajes que, en definitiva, desacreditaron bastante al régimen de Arbenz: el coronel Rogelio Cruz Wer, Director de la Guardia Civil, y el mayor Jaime Rosenberg, Jefe de la Policía Judicial. Ambos fueron implacables en sus funciones y se hicieron responsables de innumerables detenciones, torturas y fusilamientos. El saldo de estas matanzas, que nunca ha sido precisamente determinado, ascendió según diversas fuentes a «varios centenares» de muertos que, sin proceso alguno, aparecieron en ocasiones a la orilla de las carreteras o fueron sepultados sin mayor explicación ni trámite alguno. Cálculos más precisos, tomados sobre la base de listas de víctimas permiten hablar de unos 200 muertos, varios cientos de torturados y unas 2.000-3.000 detenciones en todo el país, especialmente en la capital, Antigua, Tiquisate, Jalapa y Escuintla. «Con la suspensión de garantías constitucionales Guatemala instaló su propio telón de acero prohibiendo la entrada y salida del país e imponiendo la censura de prensa…» concluye otro documento de la época.