7.5. Una complicada transición
Con la renuncia del presidente Arbenz, sin duda, se cerraba una etapa compleja de la historia de Guatemala y se abría paso a nuevos desenvolvimientos políticos y militares. Pero no estaba claro, en absoluto, en aquéllos confusos días de finales de junio de 1954, lo que habría suceder respecto a una decisiva cuestión: ¿quién gobernaría, de allí en adelante, a un país dividido y lastimado en todo sentido por los acontecimientos de los últimos meses?
Si hasta entonces la lucha se había presentado, al menos a primera vista, como la pugna irreconciliable entre dos bandos opuestos -Arbenz contra Castillo Armas, revolución contra Liberación- la renuncia del presidente mostraría enseguida que eran muchos los actores involucrados en la situación y que no resultaba fácil encontrar una solución política que a todos dejase satisfechos. La idea de Arbenz de entregar el poder al coronel Díaz, en quien confiaba, con la esperanza de que éste pudiese continuar su obra de gobierno, parece hoy completamente ilusoria e imposible de realizar. Ni Díaz era un líder con capacidad de acaudillar a todas las fuerzas de izquierda, ni el partido comunista estaba decidido a darle su apoyo -ya sus principales líderes, el día 28, buscaban asilo donde podían- ni el ejército parecía dispuesto a seguirlo en una empresa que contaba con enemigos formidables.
Porque la renuncia de Arbenz, aunque el coronel no lo presentara así, era sencillamente el reconocimiento de su derrota, de la imposibilidad de seguir al frente del ejecutivo nacional. No sólo -y esto es lo importante- porque Castillo Armas se había afirmado políticamente en el país y porque contaba con el apoyo de los Estados Unidos, sino también, y de un modo fundamental, porque el ejército ya no le respondía y le había quitado su respaldo. Arbenz estaba solo, apenas con el apoyo del PGT y de algunas otras fuerzas dispersas, y no tenía sentido alguno que prosiguiese hasta el final una lucha que sólo podría haber traído más derrotas y un agonizante final. ¿Hubiera podido Arbenz, como luego pretendieron algunos, retirarse a la montaña para desde allí emprender una guerra de guerrillas de resistencia? ¿Tenía acaso el menor sentido proseguir una lucha, que sin duda habría sido sumamente cruenta, cuando ya todo indicaba que no había posibilidades de triunfar?
Tal vez el curso de la lucha hubiese cambiado en algo si el presidente, siendo él mismo un militar y en su condición de comandante en jefe de todas las fuerzas militares, hubiese viajado hacia el teatro de la lucha y encabezado desde el terreno la resistencia, como de algún modo lo exigía una tradición enraizada en la historia de Guatemala. Su presencia, quizás, hubiese dado más convicción a guarniciones indecisas, a jefes locales vacilantes, a voluntarios potenciales que no se decidían a participar. Pero no lo creemos. Ya mucho antes, antes incluso de la presentación del cuestionario que transcribimos en parte en páginas precedentes, los principales oficiales del ejército de Guatemala habían decidido que no valía la pena iniciar una guerra civil para defender un gobierno tan penetrado por el comunismo.
En ese sentido nos parecen injustas las críticas que, desde el PGT y desde la pluma de algunos líderes marxistas, se han hecho contra Arbenz. Resulta algo hipócrita acusar al coronel de mantener «la actitud típicamente burguesa de no reconocer la inmensa capacidad de sacrificio de las masas para defender sus conquistas» cuando ese mismo partido -que en todo caso era el encargado de organizarlas- no puso a disposición del gobierno más que algunos pocos activistas en la hora decisiva. Tampoco resulta acertado calificar su renuncia como «repentina e inesperada», cuando ya toda Guatemala sabía que el presidente no tenía medio alguno para defender su posición. El PGT, eludió con estas críticas su obvia responsabilidad en el desenlace de los sucesos, por lo que también se hizo acreedor de fuertes críticas que lo acusaron de «infantilismo de izquierda», «intransigencia» e «inmovilidad».
Pero dejemos por un momento las recriminaciones que se lanzaron luego desde la izquierda para detenernos en lo que ocurría inmediatamente después de la renuncia. El ejército de Guatemala, que no había querido pelear por Arbenz, no por eso se había plegado a los liberacionistas de Castillo Armas. Quedaban, obviamente, oficiales que hubiesen querido proseguir con la línea arbencista, pero ya eran pocos, no tenían mandos de importancia y se encontraban completamente aislados y sin capacidad de acción. El resto, predominantemente nacionalista, quería defender la institución, tener voz en los acontecimientos subsiguientes y, en el caso de varias figuras conocidas, pretendían asumir el liderazgo político del país.
No resulta sorprendente, entonces, que el coronel Carlos Enrique Díaz, a quien Arbenz le había transferido el mando pasando por alto la normativa que aparecía en la constitución, haya formado de inmediato una junta de gobierno, tratando de obtener mayor respaldo para su posible gestión al frente del país: los coroneles José Angel Sánchez y Élfego Monzón fueron convocados para integrar la junta, que entró en funciones el mismo día 28 de junio. Díaz, que había dirigido un mensaje radial para que el pueblo «se uniera a los que luchan contra los invasores extranjeros», erigiéndose de algún modo como continuador de la obra de Arbenz, encontró enseguida una extremada resistencia. Castillo Armas, mientras negociaba desde Chiquimula con los oficiales de la base de Zacapa, demandó la «rendición incondicional» de la junta y el embajador norteamericano, John D. Peurifoy, exigió insistentemente que Díaz debía dejar paso a otros oficiales menos comprometidos con el régimen anterior.
Existe la versión, no plenamente comprobada, de que el embajador habría exigido «asesinar o reducir a prisión» a una lista de 25 comunistas que él habría mostrado a Díaz el día 28 y que, al rehusarse éste a hacerlo, selló su destino como posible gobernante. Lo cierto es que, aunque la breve junta de Díaz proscribió al PGT, nadie confiaba demasiado en una persona a la que el propio presidente Arbenz designara como su sucesor. Los corrillos en la ciudad de Guatemala llamaban al coronel «Carlos Enrique Horas», en un chiste cruel basado en un obvio juego de palabras.
El día 29 de madrugada varios altos oficiales depusieron a esa junta y tomaron el poder. El nuevo triunvirato quedó integrado por el mismo Monzón y los coroneles Mauricio Dubois y José Luis Cruz Salazar. Pero esto no resolvía el problema político planteado pues Castillo Armas, todavía en Chiquimula, aspiraba al poder político en su calidad de jefe supremo del movimiento rebelde, especialmente después de que firmara, el día 30, un pacto con los jefes militares de Zacapa que desconocían a la junta de Guatemala y se colocaban expresamente bajo las órdenes del teniente coronel. Para resolver el impasse que se había creado y evitar que la lucha militar pudiese reanudarse, Peurifoy y el presidente de El Salvador, Oscar Osorio, pensaron que la mejor salida era una conversación franca entre el Presidente de la Junta de Gobierno, Élfego Monzón, y el Comandante del Ejército de Liberación, Carlos Castillo Armas.
Las conversaciones se desarrollaron en San Salvador y fueron, ciertamente, muy difíciles. Ambos creían tener legítimo derecho al mando y sólo bajo las intensas presiones de Peurifoy, los salvadoreños y el nuncio apostólico Monseñor Genaro Verolino, se firmó el día 2 de julio un Acta de Pacificación que incluía una recusación al comunismo, la conformación de «una sola unidad, fuerte y respetable» con las dos fuerzas armadas existentes y la ampliación de la junta con el teniente coronel Carlos Castillo Armas y el mayor Enrique Trinidad Oliva. La junta quedó a cargo, temporalmente, de «las funciones legislativas y ejecutivas» hasta que se redactase una nueva constitución y pudiese llamarse a elecciones. El problema del poder, decisivo en las conversaciones, se resolvió mediante una fórmula un tanto ecléctica: «Provisionalmente fungirá como presidente de la Junta de Gobierno el Coronel Élfego H. Monzón hasta por un término no mayor de quince días, dentro del cual deberá elegirse, por mayoría de votos de sus miembros, la persona que la presidirá definitivamente.»
Así quedaba zanjada, al menos por el momento, la espinosa cuestión de quién sería el nuevo hombre fuerte de esa nueva Guatemala que, profundamente dividida todavía, acababa de apartarse de un camino que la hubiese llevado al socialismo.
7.6. El final de una época
La dimisión de Arbenz significó un punto de inflexión en el derrotero político de Guatemala que tuvo, como por lo general se acepta, amplia repercusión posterior. Dada la variedad de interpretaciones que se han hecho al respecto y la importancia del problema creemos que resulta necesario hacer un balance, no sólo de este suceso, sino de todo el período que acabamos de analizar en los últimos capítulos.
Una interpretación muy difundida evalúa el fin del gobierno de Arbenz como el aplastamiento de una esperanza, como el final de una etapa de reformas sociales que, bajo la guía de un gobierno democrático, apuntaba hacia la modernización de Guatemala y la superación de su marcada desigualdad social. La caída del coronel Jacobo Arbenz representaría así el abrupto final de la Revolución de Octubre de 1944, frustrada entonces por la conspiración conjunta de la oligarquía local, la United Fruit Company y la CIA, quienes se habrían unido en defensa de sus privilegios. Esta manera de presentar las cosas, simplista y por lo tanto más fácil de convertir en lectura mítica de lo acontecido, no resiste sin embargo la más elemental confrontación con los hechos: son demasiadas sus omisiones, sus contradicciones y sus lagunas como para que el analista serio la pueda aceptar.
En primer lugar porque nada, desde la perspectiva de 1944, obligaba a los guatemaltecos a tomar el camino que luego se iría a recorrer. La Revolución de Octubre no había tenido un programa definido ni una orientación clara, más allá del reclamo generalizado a favor de la democratización y el progreso del país: era ante todo un movimiento antidictatorial, amplio, sin ideología precisa, que expresaba más que nada el pensamiento y las actitudes de amplios sectores urbanos, específicamente de la ciudad de Guatemala, en busca de una renovación del país. Del abanico de posibilidades que se abría en ese momento se seguirían luego, como es natural, sólo algunas de ellas, pero esa elección comenzaría a marcar y profundizar las inevitables diferencias que estaban latentes en el movimiento inicial.
A partir de la acción de la Junta Revolucionaria de Gobierno, y durante todo el gobierno de Arévalo, la revolución tomó un rumbo de izquierda nacionalista que no fue apoyado, obviamente, por toda la población. Puede discutirse hasta qué punto había o no una mayoría detrás de las reformas que se llevaron a cabo, pero de lo que no cabe duda es que, luego de la muerte del coronel Arana, el campo revolucionario se escindió definitivamente. Fueron los comunistas quienes, gracias a su claridad de objetivos, su dedicación a la causa y su superior organización -y al hecho, hasta cierto punto fortuito, de contar con la amistad sin retaceos del presidente Arbenz- los que de allí en adelante se hicieron con el control del aparato de gobierno y del movimiento revolucionario en general.
Es cierto que el partido comunista era relativamente pequeño, no tenía ningún ministerio y contaba apenas con un puñado de diputados, pero estas circunstancias, decisivas en una democracia normal y estable, no eran en realidad tan importantes en la Guatemala de la época. Porque el peso del ejecutivo resultaba decisivo en todos los asuntos de significación, no había ningún partido de importancia capaz de desafiar el poderío de los comunistas y ellos tenían, además del control virtual de la presidencia, importantes puestos políticos -como la dirección del seguro social o del DAN, que implementaba la reforma agraria- desde donde podían dirigir efectivamente la nación. Con el apoyo de los sindicatos, a los que controlaban de un modo directo o indirecto, los comunistas lograron convertirse en la primera fuerza organizada de todo el panorama político nacional.
Pensar que los comunistas no tuviesen un proyecto definido respecto a cómo transformar la realidad de Guatemala no es sólo una ingenuidad, es abandonar todo realismo en el análisis político: todos los partidos, en especial aquéllos que poseen una ideología definida, procuran tomar el poder y ejercerlo de modo que les permita alcanzar ciertas metas. Creer que su principal proyecto a partir de 1951 -la reforma agraria- sólo tenía por objeto llevar a Guatemala hacia relaciones de propiedad puramente capitalistas es, por decir lo menos, una manera muy superficial de juzgar su acción. Es casi obvio pensar que, si los comunistas deseaban de algún modo tal cosa, no lo hacían porque considerasen como valiosas en sí mismas las características del «modo capitalista de producción» sino porque éste podría abrirles las puertas a un posterior rumbo socialista. No está de más recordar algunas ideas básicas del marxismo para que se comprenda mejor esta aparente dualidad.
Para Marx, el tránsito hacia el socialismo -y hacia la posterior fase del comunismo- sólo podía alcanzarse cuando el capitalismo, desprendiéndose de todos sus lastres heredados del feudalismo y de los sistemas anteriores, lograse su pleno desarrollo y pudiese así desplegar y resolver las contradicciones existentes en su seno. Esto le hacía pensar que la revolución proletaria, la imprescindible ruptura con el orden burgués y capitalista, sólo podría darse en los países más adelantados de Europa, donde ya habían madurado las condiciones propicias para eso. Pero Lenin, en 1917, había dado un giro importante a esta línea de pensamiento: en un país como Rusia, donde todavía existían evidentes rezagos feudales, Lenin había dado un salto -teórico y práctico- y encabezado una revolución que, saltándose buena parte de la fase capitalista del desarrollo, se había encaminado directamente hacia la instauración de un orden socialista.