Ponce, según los datos que poseemos, decidió acudir a un recurso extremo para doblegar a los alzados. El relato nos lo proporciona Carlos Simons, que a la sazón había estado en el Casablanca cuando comenzaron los tiros y, luego de acompañar a sus acompañantes a sus casas y visitar a sus padres, se había dirigido a su trabajo de telegrafista en la única compañía que prestaba ese servicio en Guatemala:
«Nuestra obligación era mantener las comunicaciones en servicio, especialmente en momentos tan críticos para el país.» «Alrededor de las siete de la mañana sonó el teléfono de la oficina y yo atendí la llamada. Al otro lado de la línea telefónica una voz ronca y nerviosa me dijo ‘habla Manuel Delgado’ -Secretario General de la Presidencia, de Ponce- ‘En esos momentos estoy enviando un mensajero con varios radiogramas de carácter urgente. Sírvase darles curso inmediatamente.’ No habrían transcurrido ni cinco minutos cuando oímos tocar las puertas de nuestras oficinas, que permanecían cerradas. Al abrir la puerta me encontré con un soldado que había llegado en motocicleta, siendo portador de los mensajes que recién habían anunciado por teléfono desde las oficinas del Palacio Nacional, los cuales me fueron entregados. Por la premura de tiempo, y seguramente por la ausencia de personal adecuado, los mensajes no iban en clave, sino escritos claramente.» «Mi sorpresa fue mayúscula al leer el contenido de uno de ellos que iba dirigido al Presidente de Honduras, Tiburcio Carías Ramírez [sic], donde se pedía que enviara aviones de la Fuerza Aérea Hondureña con instrucciones de bombardear las posiciones de los militares que se habían levantado en armas contra el gobierno, especialmente de la Guardia de Honor.»

El general Jorge Ubico, durante sus visitas presidenciales.
Carlos Simons y otro compañero de trabajo que allí se encontraba, atónitos, decidieron consultar con su jefe, que vivía muy cerca de las oficinas. Este llegó enseguida, todavía en bata, y sin saber muy bien qué hacer decidió llamar a Boston, donde estaban las oficinas centrales de la compañía, que era parte de complejo de empresas de la United Fruit. Sus jefes en la sede central, también asombrados, resolvieron entonces que lo mejor era consultar al Departamento de Estado. Todo esto se hizo en pocos momentos, mientras se mantenía la comunicación telefónica abierta con Guatemala. «Al recibir la información el Secretario de Estado llamó directamente a Carías en Tegucigalpa y le ordenó que bajo ningún concepto fueran a enviar aviones hondureños sobre Guatemala», nos dice Simons. Luego de esto, claro está, se pudo transmitir el radiograma mencionado, ya que Carías, así advertido, se abstendría de despachar aeronaves contra los rebeldes de Guatemala.
2.3 El Incendio del San José y el final de Ponce
La gente estaba en la calle, cada vez en mayor número, y eran muchos los oficiales que se iban plegando al levantamiento; pero los castillos resistían, no había rendición y el gobierno de Ponce, en esa madrugada confusa del 20 de octubre, seguía aún en funciones. Un acontecimiento decisivo, sin embargo, se produciría algo después de las nueve, cuando la niebla ya se había levantado y se oían implacables todavía los disparos: una densa columna de humo comenzaría a elevarse hacia el cielo, visible en toda la ciudad, partiendo del Castillo de San José, uno de los dos puntos en que se concentraba la resistencia a los alzados.
Un disparo de artillería, de las piezas de los insurgentes que se encontraban sitiando al castillo, había alcanzado a uno de los almacenes de guerra del San José, donde se encontraban ropas, fusiles y materiales de diverso tipo, incendiando además cantidad de pólvora que había esparcida fuera. Las llamas se fueron extendiendo rápidamente, a derecha e izquierda, donde estaba el puente levadizo, generando un incendio de grandes proporciones que, sin mayor significación desde el punto de vista estrictamente militar, tuvo un decisivo impacto político, pues miles de personas pudieron apreciar que ya el San José no estaba en condiciones de resistir. El fuerte, poco después, se rindió: «Como a las 9:45 horas vimos que, debido al incendio ocurrido en San José, muchos soldados se lanzaban sobre el foso para huir de algún modo, totalmente desarmados.» Había muchos muertos ya, muchos heridos, en las diversas acciones que se habían desarrollado en varios puntos de la ciudad. Pero la rebelión, después del incendio, estaba de hecho a punto de triunfar. Sólo faltaba que el gobierno reconociera de una vez que nada podía hacer para sostenerse y se rindiera.
Dos de los líderes del levantamiento -Toriello y Arbenz- decidieron acudir a la Embajada de los Estados Unidos, situada apenas a tres cuadras de la Guardia de Honor, para negociar desde allí la capitulación del presidente provisional. Conversaron por teléfono con Ponce quien, aún conociendo ya la capitulación del San José, no se rindió sin embargo de inmediato. Fue sólo en una segunda conversación telefónica sostenida a eso de las once -después de conocer la muerte de su hijo, ocurrida en el cuartel Matamoros- que Ponce finalmente aceptó renunciar, solicitando garantías para su vida y la de quienes lo acompañaban en el gobierno. Un general de destacada trayectoria, Miguel Ydígoras Fuentes, fue quien desempeñó el papel de mediador en estos momentos finales del alzamiento, mientras el embajador de los Estados Unidos, el Nuncio Apostólico y otros diplomáticos se ofrecieron como garantes del acuerdo a firmar.
Monseñor Luis Beltrami, el Nuncio, redactó el acta correspondiente, por la que el gobierno se rendía sin condiciones, se respetaba la integridad física de sus miembros y se entregaba el poder a una Junta de Gobierno conformada por el mayor Francisco Javier Arana, el ciudadano Jorge Toriello Garrido y el capitán Jacobo Arbenz Guzmán. El acta fue firmada, además, por los representantes del cuerpo diplomático acreditado en Guatemala, cerca de veinte en total, apareciendo además el general Ydígoras como garante, «a fin de expeditar los acuerdos de rendición y poner de manifiesto las seguridades que ofrecían los revolucionarios». La radio nacional, la TGW, pronto comenzó a difundir el primer comunicado de la nueva junta: «… nos dirigimos al pueblo de Guatemala para informar que en la madrugada de hoy, 20 de octubre, elementos jóvenes del ejército nacional, celosos del prestigio de nuestras fuerzas armadas, y en vista del malestar general del país, […] desalojaron de los altos cargos al general Federico Ponce y su gabinete, poniendo término a una situación caótica de vergüenza nacional…» «La voluntad popular torpemente sojuzgada por los enemigos de Guatemala, ha triunfado rotundamente en un movimiento conjunto de los elementos sanos civiles y militares…»
Al mediodía del 20 de octubre de 1944, entonces, todo estaba ya consumado: banderas blancas ondeaban en el fortín de Matamoros y en el propio Palacio Nacional, existía un nuevo gobierno y la gente, eufórica, recorría las calles en unión con los militares triunfantes. Carlos Aldana Sandoval, uno de los artífices del exitoso alzamiento, reapareció esa tarde, mientras se organizaba ya el nuevo gobierno nacional: como hijo del Jefe de Estado Mayor no había querido actuar de un modo directo y por eso se había alejado de la capital. La resistencia había cesado, aunque algunos francotiradores y ciertos pequeños enclaves que aún no se había rendido -en general por desconocimiento de los cambios políticos ocurridos- obligaron a que durante el resto del día, y comienzos del 21, tuvieran que realizarse acciones de ‘limpieza’, que no provocaron confrontaciones mayores. No existen registros ni informaciones cuantitativas sobre los muchos muertos y heridos que produjo la contienda -probablemente en el orden de las centenas de personas- pero se afirma que, por lo menos, unos 500 hombres quedaron arrestados por poco tiempo en la Escuela Politécnica, mientras se clarificaba la situación. No hubo mayores represalias contra ellos, por cierto. A algunos generales y personas estrechamente ligadas al gobierno de Ponce, que se habían asilado en la embajada de México, se les permitió salir luego del país, junto a muchas otras personas que también expulsó la junta. En total, de los 66 generales que había en ese momento, se deportó a 64: sólo a Encarnación de León Corzo -recordado por su buena gestión al frente de la Guardia de Honor- y a otro general, se les permitió permanecer en Guatemala.

El general Miguel Ydígoras Fuentes, fue quien desempeñó el papel de mediador en estos momentos finales del alzamiento, mientras el embajador de los Estados Unidos, el Nuncio Apostólico y otros diplomáticos se ofrecieron como garantes del acuerdo a firmar.
La población civil, organizada rápidamente en una Guardia Cívica, participó de modo activo en el restablecimiento del orden: grupos de estudiantes se ocuparon de vigilar las residencias de personas importantes en el régimen caído para evitar saqueos -aunque algunos hubo- custodiando entre otras la casa de Don Jorge Ubico y varios puntos de la ciudad considerados críticos. Jóvenes y niños salieron a las calles al día siguiente, a vigilar el tránsito, mientras la vida de la ciudad regresaba prontamente a la normalidad.
2.4 Patzicía
Mientras la junta recién asumida comenzaba a organizar la tarea de gobernar al país, nombrando su gabinete y otros altos funcionarios, mientras la paz parecía ya al alcance de la república, sucedió un hecho trágico que nunca ha quedado plenamente esclarecido. Ocurrió en Patzicía, departamento de Chimaltenango, una población que queda a unos 70 km. de la ciudad capital pero que, en aquel tiempo, con malas carreteras, resultaba remota y de bastante difícil acceso. Allí, entre el 22 y el 23 de octubre, hubo un levantamiento de los indígenas del lugar cuyos motivos no se conocen con exactitud: una interpretación «políticamente correcta» actual describe el suceso del siguiente modo: «un grupo de campesinos indígenas, instigados por líderes ubiquistas iniciaron graves desórdenes que degeneraron en un enfrentamiento contra pobladores no indígenas, que costó la vida a varias familias de ladinos ricos del lugar, ya que éstos eran los dueños de las tierras». Lo primero que habría que puntualizar es que, de haberlos, no se trataba de instigadores «ubiquistas», sino más bien «poncistas», dado que Ubico se había retirado ya de la vida política y eran Ponce y sus partidarios los que procuraban el apoyo indígena para su causa, tal como se había visto durante las manifestaciones del 15 de septiembre. Lo más importante, sin embargo, es que el conflicto difícilmente pueda atribuirse a un reclamo de tierras: el momento en que se produce -y otras circunstancias- apuntan, más bien, hacia una vinculación directa con el levantamiento del 20 de Octubre, aunque no puede descartarse que el reclamo por la tierra también haya aparecido una vez que se iniciaron los disturbios.
«Los indígenas de Patzicía interpretaron la Revolución del 20 de octubre como una acción ladina en su contra», apunta Jorge Luján, asegurando que el día 22 asesinaron a 14 ladinos. Fuentes orales coinciden con esta afirmación, señalando que los indígenas se alzaron cuando recibieron, horriblemente mutilados por la metralla, los cadáveres de un grupo de reclutas del lugar que había perecido en el cuartel Matamoros, durante las acciones día 20. Entonces comenzó la matanza que, según parece, no abarcó sólo a los ladinos «ricos» sino a todos los que pudieron encontrarse, sin discriminación. Ocurrida ésta la policía y la guarnición militar del lugar comenzaron las brutales represalias, tal vez ayudados por ladinos que se prestaron a colaborar, matando entonces a por lo menos 63 de los alzados, aunque probablemente el número total fuese algo superior. Otra versión diferente, pero compatible con la apuntada, señala que los hechos se iniciaron cuando un Guardia Cívico, en estado de ebriedad, mató sin mayor motivo a un importante cofrade local. Este relato parece indicar que, en todo caso, al malestar producido por la vista de los cuerpos sin vida de los reclutas, puede haberse añadido -cosa muy probable- algún tipo de provocación o de incidente que resultó la chispa de los graves desórdenes que siguieron.
La Junta de Gobierno envió enseguida un destacamento, dirigido por el entonces teniente Carlos Paz Tejada que, según algunos, completó la masacre de los indígenas, aunque el coronel señale en sus memorias: «Estuvimos allí rondando, dando vueltas por el pueblo, por el campo, disparando tiros para hacer sentir nuestra presencia, para asustar». Resulta difícil así determinar quien o quienes hayan sido los responsables de esta matanza de indígenas, especialmente porque, en su momento, no se hizo ninguna investigación seria al respecto. Se dominó el alzamiento, volvió la tranquilidad a todo el país y la revolución, definitivamente urbana y ladina, pudo proseguir con su marcha sin la perturbación que un interior rural y atrasado pudiera ocasionarle.
Más allá de la descripción y el esclarecimiento detallado de los hechos, que requerirían de una investigación específica de primera mano, cabe reflexionar sobre el distanciamiento profundo que, en 1944, existía entre la sociedad ladina y urbana, con centro en la ciudad de Guatemala, y un interior indígena y rural que parecía pertenecer a un mundo distinto, profundamente diferente y apenas accesible. La propia falta de una acuciosa investigación prueba que, en su momento, no se dio mayor importancia a los hechos, no se buscaron responsables -de un lado y de otro, por supuesto- y se procedió de un modo hasta cierto punto ligero: poco importaba lo que hubiese pasado si quedaba conjurado el peligro de un alzamiento indígena que, para mayor preocupación, podía ser orquestado o manipulado para favorecer el retorno del régimen de Ponce. El interés por los indígenas -por su destino y su integración a una Guatemala moderna- no parecía importar mucho a nadie, ni a los nuevos gobernantes ni a los intelectuales de una revolución que, todavía, estaba muy distante de llegar a una definición.
Entretanto, y discretamente, el general Jorge Ubico se aprestaba a abandonar la Guatemala que había regido con mano de hierro durante casi 14 años: lo hizo el día 24, desde la legación británica, en la cual había buscado asilo a la caída del régimen de Ponce. Sus últimas palabras, antes de abandonar el país, fueron significativas: «Cuídense de los cachurecos [conservadores] y de los comunistas», dijo al despedirse. De este modo, mostrando injustificadas reminiscencias sobre el pasado pero agudas premoniciones sobre el futuro, concluyó la carrera política de un hombre que, al concluir 1944, ya parecía pertenecer a otra época.