2.2 El Levantamiento de la Guardia de Honor
Variadas son las circunstancias y los hechos puntuales que, en definitiva, precipitarán la conjura. El ambiente político es favorable pues, a pesar del fracaso de la huelga general y de los vanos intentos de los estudiantes por agitar el interior de la república, Guatemala no desea la dictadura de Ponce, no acepta un nuevo general como figura suprema del país, rechaza a los “hombres únicos” y quiere desenvolverse en libertad y en democracia. El presidente provisional, entretanto, comprende que aún no ha podido consolidarse en el poder, que lo amenaza un ejército que no controla de modo efectivo y, por eso, toma las disposiciones que supone le garantizarán su supervivencia. Entre éstas destaca una que, correctamente interpretada por los golpistas, servirá para desencadenar los hechos de armas.
Ponce decide que las armas pesadas que se encuentran en la Guardia de Honor sean distribuidas equitativamente entre los tres cuarteles de la capital, entregando a San José y a Matamoros parte de los tanques y de la artillería que se encuentran concentrados en la Guardia. Piensa que así podrá evitar que sus hombres se alcen y que, sin ventaja para ningún cuartel, estará en mejores condiciones para controlar sus fuerzas. Pero Arana, sabiendo que no podrá iniciar el levantamiento sin tener una definida superioridad en lo que se refiere a disponer de armas pesadas, de inmediato comprende que debe pasar a la acción. Cuando llega la orden, entrega el armamento solicitado pero incompleto, sin las municiones correspondientes, sin el aceite en la recámara que necesitan las piezas de artillería, inutilizándolo de hecho para cualquier acción bélica.
Esto sucede entre los día 18 y 19; Arana ya ha decidido el 18, por lo que sabemos, que la acción comenzará el día siguiente: así lo afirma Ricardo Lima Lima, a la sazón de 18 años de edad, que era uno de los sargentos tanquistas comprometidos en el alzamiento. El 19 amanece lluvioso, lo que impide que se realice la instrucción normal de las tropas, y se producen ciertos hechos que contribuirán a precipitar la conjura y a generar apoyo para los alzados: un subteniente, Hernán Herrera Martínez, es vejado y ofendido cuando recibe un fuetazo en el rostro propinado por el propio general Corado delante de la tropa, circunstancia que agrega humillación al dolor; poco después el segundo jefe de la Guardia, Coronel Justiniano Higueros, para no ser menos, repite la acción, esta vez con el subteniente Rogelio Alvarado. Para los oficiales que han pasado por la Escuela Politécnica, para quienes tienen la mística de una formación militar, esta brutal forma de imponer disciplina crea un profundo malestar y destruye la posible autoridad moral de los superiores. No se trata, por supuesto, de atribuir a estos sucesos una trascendencia política que no tuvieron: pero conocerlos y tomarlos en cuenta sirve para explicar, creemos, la casi unanimidad con que fue respaldado el levantamiento que se produjo pocas horas después.
El otro hecho al que debemos referirnos para poder describir mejor el clima que se vivía al interior del cuartel, tiene relación con la presencia en la Guardia de Honor de una compañía proveniente de Guastatoya, El Progreso, que había arribado como refuerzo en previsión de posibles incidentes. Daniel Corado había ordenado estos movimientos de tropas provenientes del interior pero, al desconfiar de pronto respecto a la lealtad de esta compañía por causas no aclaradas, sus miembros, incluyendo a los oficiales que la comandaban, habían sido desarmados y sometidos a arresto: el ministro en persona había llegado a la Guardia, temprano en la mañana, anunciando a gritos que la compañía sería diezmada al día siguiente por intentar levantarse en armas contra el gobierno. La amenaza, que implicaba la pena de muerte para muchos, creó un clima de terror entre las tropas, aunque sirvió –sin duda- para reforzar la decisión de quienes se disponían a dar el golpe.
El plan definitivo y detallado se elaboró, en una reunión que tuvieron cinco oficiales dentro de un camión –de esos cuya parte posterior está cubierta con lona- en el curso de esa misma tarde: se decidió hacer un sorteo y cupo al capitán Manuel de Jesús Pérez la misión de ir hacia el cuartel de Matamoros para exigir la rendición; lo mismo haría, pero dirigiéndose hacia el fuerte de San José, el mayor Miguel Angel Burgos; al capitán Saturnino Barrera “le tocó capturar al radio-operador y cortar todas las líneas de comunicación”; al capitán Alberto Escobar Calderón le salió en suerte la misión más difícil: capturar al general Francisco Corado, jefe de la Guardia, y asumir el control de la compañía expedicionaria que había venido de Guastatoya (y de otra que estaría llegando desde el Quiché) para que se sumara a la acción; el mayor Arana, jefe de la unidad de tanques y de la propia conspiración, por último, debía hacerse cargo del área central de la ciudad, incluyendo el propio Palacio Nacional, y dirigir la captura del segundo jefe, el coronel Justiniano Higueras.
El golpe debía darse esa misma noche, obviamente después del toque de silencio con el que, a las 9 en punto, se anunciaba el comienzo del reposo nocturno. El ambiente era de tensión y expectativa. Poco antes de las 7 se reunió “la mayoría de los oficiales de tanques y de artilleros en el pabellón de la batería 105 para ultimar detalles” de la acción de esa noche, “y el Subteniente de Artillería Tanquista Javier Morales Paredes, a quien le gustaba cantar, tomó una guitarra de alguno de los compañeros y se puso a cantar: ‘Esta es la noche de farra...,’ esta es la noche de farra y nosotros desde luego entendimos el mensaje y se nos empezó a poner el cuerpo un poco erizado…” Los oficiales que se dirigieron a dormir a sus cuadras, y que ya conocían de la conspiración, se acostaron “con ropa y los zapatos puestos”, pues debían estar listos para pasar a la acción de inmediato.
Poco después de las 9 llegó a la Guardia de Honor una compañía de reclutas provenientes del Quiché. Todo estaba tranquilo todavía, aunque ya el capitán Escobar Calderón comenzaba a poner en práctica lo que sería el acto inicial –y decisivo- de la conspiración: la captura de Francisco Corado, el jefe del cuartel. En el grupo que formó se encontraban el teniente Víctor Manuel Archila, los sargentos de caballería Ovidio Casasola y Carlos H. Arriaza, y el teniente Manuel Bran Lemus, quien había mandado a hacer, “con el herrero del cuartel, una llave para franquear una puerta que obstruía el paso para el pabellón del General”. Así lo hicieron y se situaron frente a la puerta del pabellón donde habitaba Corado. Según sigue el testimonio “colocados a ambos lados [de esta segunda puerta] le hablamos varias veces al general inventando alguna cosa para hacer que saliera y tomarlo prisionero, pero las cosas no resultaron como las planeamos, pues cuando menos lo esperamos el General Corado salió medio cuerpo de su cuarto, pero con dos armas, una en cada mano, y sin preguntar más, empezó a disparar hiriendo en una pierna al Capitán Escobar Calderón y también en un brazo a uno de los dragones de Caballería llamado Virgilio de León. Ante esto el teniente Víctor Archila levantó su subametralladora Thompson y disparó sobre la humanidad del General, éste cayó sin vida en el suelo.”
Después de lo sucedido todos comprendieron que ya no había posible marcha atrás, que la conspiración debía seguir hasta su inevitable final. Se procedió entonces a tomar la Guardia de Prevención y se realizaron las capturas de Higueros, segundo jefe de la Guardia, y del coronel Justo Orozco, hermano del Jefe de Policía, Moisés Evaristo Orozco. Arana, poco antes, se había ocupado ya de otra misión esencial: avisar al resto de los conspiradores que, por diversas razones, la acción decisiva se había adelantado y estaba ya en pleno desarrollo. Para este fin comisionó al sargento motociclista José Angel Hansser para que fuera a las casas de Carlos Aldana Sandoval y de Luis Humberto Díaz Salazar, quienes tenían que conocer del cambio en los planes que se estaba realizando. El sargento, regresando al cuartel, comunicó a Arana que no había podido encontrarlos: el contacto se había roto en el momento menos oportuno pero, en todo caso, la suerte estaba echada y la acción no podía detenerse ya. Arana, solo, tenía que encabezar ahora el levantamiento.
Mientras se repartía el armamento, se artillaban las piezas y se preparaban los tanques, se procedió a convocar a la tropa para informarles de lo que estaba pasando y comenzar a organizarlos. Arana, que con renuencia había asumido el mando supremo, no quiso arengar a los soldados, tal vez por sentir que la oratoria no era su fuerte. Lo hizo en cambio el capitán Manuel de Jesús Pérez, segundo jefe de la unidad de tanques, quien parado sobre uno de ellos pronunció las palabras de aliento que necesitaba la tropa. Poco después, superado el caos inicial, comenzaron a salir las unidades de combate hacia la calle: aunque nadie parece haberse fijado en la hora exacta de la partida los diversos testimonios apuntan a que ocurrió poco antes de la medianoche, entre las once y media y las doce.
Los grupos que salieron eran bastante pequeños, al menos en cuanto al número de personas que los componían, pero esas pocas decenas de hombres, que se lanzaban a tomar control del aparato de poder para impedir la dictadura, estaban fuertemente armados y contaban con la ventaja de la relativa sorpresa y de la mejor tecnología disponible. Cada grupo estaba compuesto de tres tanques, ametralladoras y algunas piezas de artillería pesada, junto con un escueto pelotón de infantería, alrededor de unos 20 soldados. Así se dirigieron hacia el Castillo de San José y al Fuerte Matamoros, donde se posicionaron, mientras dos piezas de artillería quedaban situadas en el Campo de Marte y otro grupo, encabezado por Arana, se dirigía hacia el Palacio Nacional, no para tomarlo todavía sino en misión de observación. Poco después, entre las doce y la una de la mañana del día 20, Arana dio la orden de que se lanzaran las balas trazadoras y se inició la acción: comenzó la artillería a retumbar en el espacio todavía tranquilo de una Guatemala que aparentemente dormía, iniciando el asedio a los dos principales núcleos armados de la capital. Hubo respuesta, por cierto, pues nadie se rindió: desde el interior de Matamoros y de San José emergieron también disparos de artillería, aunque los testimonios son unánimes en reconocer la escasa potencia que tenían las armas anticuadas y las municiones deterioradas que usaban los defensores. Estos, además, se vieron en desventaja por otro motivo: una vez levantados los puentes que, en esas viejas construcciones, permitían el paso sobre el foso que rodeaba el castillo, las tropas quedaban atrapadas dentro, a merced de la artillería enemiga, sin poder hacer valer su ventaja numérica y en este caso expuestas a armas de tecnología superior.
La ciudad, de pronto, despertó: el estruendo de la artillería, la presencia de los tanques, toda la agitación de la batalla que comenzaba a darse desde sus calles, movilizó a unos habitantes ya predispuestos a esperar algo decisivo. Se dice que el general Daniel Corado, Ministro de Guerra, formaba parte de otra conspiración y que, al saber de la presencia de las tropas en la calle, pensó que se trataba de movimientos organizados por su hermano, Francisco, para que ambos pudieran hacerse del gobierno. Varios entrevistados han confirmado que corría el rumor de un cierto “golpe de los generales”, otra conjura diferente, destinada a quitar a Ponce de la presidencia provisional y reemplazarlo por una junta de altos oficiales. Pero, ganada la iniciativa por la Guardia de Honor, y en vista del apoyo que recibirían sus hombres, tal levantamiento resultaría a la postre imposible.
Los estudiantes, entretanto, después de su frustrante experiencia de agitación en el interior de la república, se habían reunido esa tarde en casa de Leonel Toriello, sobrino de Jorge y de Guillermo, para trazar un plan de acción que les permitiera colaborar con las tropas que irían a rebelarse. El grupo se trasladó al Ciro’s, un centro nocturno, donde esperaron que se les unieran otros estudiantes: llegaron a ser unos 30 y, en taxis o como pudieron, se fueron acercando a la Guardia de Honor. Tenían un santo y seña que, esperaban, les pudieran abrir las puertas del cuartel, pero al llegar allí dijeron “democracia” -como habían convenido- sin encontrar la respuesta esperada, que era “constitución”: un soldado, en cambio, les dijo groseramente “Váyanse a la chingada”, por lo que al fin optaron por refugiarse en un terreno cercano mientras esperaban el desarrollo de los acontecimientos. Eran los famosos 14, que luego podrían entrar a la Guardia y participar de la acción cuando ya la rebelión había tomado cuerpo, poco antes de la madrugada.
De mucha mayor trascendencia sería la presencia de otros dos conjurados, Jorge Toriello y Jacobo Arbenz, entre las filas de los rebeldes. Ellos, alertados ya como los estudiantes, trataron de penetrar en la Guardia de Honor en las primeras horas de la madrugada del 20. Según los testimonios que poseemos llegaron allí entre la una y media y las tres de la mañana (más probablemente a las dos) y, en principio, fueron detenidos y llevados a la presencia de Francisco Javier Arana, quien en realidad no los conocía pero tenía claras referencias sobre ellos provenientes de Aldana. En ese momento se incorporaron a la lucha y comenzaron a formar un improvisado triunvirato ante la ausencia de Aldana y de Díaz. Se había pensado, originalmente, en conformar una junta de gobierno integrada por cinco miembros, los mencionados Arana, Toriello y Arbenz, el coronel Aldana –verdadero organizador de la conspiración- y un civil, Eugenio Silva Peña. Pero al no poderse contar con Aldana en esos decisivos momentos, la junta quedó reducida a tres miembros, excluyendo a Silva para compensar la ausencia de Aldana.
Durante toda la noche siguieron los combates: los grupos salidos de la Guardia disparaban artillería sobre los reductos adversarios y estos respondían también con granadas y bombas, aunque muchas de ellas no explotaran. La situación se iba tornando favorable a los atacantes: “Los castillos eran unas ratoneras para las armas modernas, pues su diseño esta[ba] estructurado para hombres de lanza y de coraza, nadie podía escalar esos fosos, pero nadie tampoco los podía usar para salir. Este fue un factor determinante para su neutralización”, nos comenta el coronel César Augusto Silva Girón. Algunas tropas, pero muy pocas, trataron de llegar a Guatemala desde el sur, en particular desde El Tablón, cerca de Villa Canales, pero varios grupos armados rebeldes las fueron deteniendo o dispersando. A las tres y media de la mañana, ante la niebla que se iba condensando sobre parte de la ciudad, se tuvieron que interrumpir momentáneamente las acciones.
En tanto la radio oficial, la TGW, todavía en manos del gobierno, proclamaba de modo optimista que la conjura había sido desbaratada, se iba produciendo un cambio fundamental en la situación: los civiles comenzaban a participar en la lucha, o al menos empezaban a salir a la calle -pese al temor que producían los estampidos y las granadas- manifestando ya en contra del gobierno. El alzamiento se iba convirtiendo, con el paso de las horas, en una verdadera revolución popular. Los estudiantes que se habían incorporado ya al movimiento recibieron, “como a las cinco y media de la mañana, unos rifles checos que había en la guardia. Les enseñaron rápidamente a usarlos y de inmediato los mandaron para la calle a levantar gente”. Ellos gritaban: “Hay un levantamiento contra el gobierno” y la gente salía de sus casas, sin saber exactamente qué hacer, pero dispuesta a luchar como fuera posible contra el gobierno de Ponce. El propio Arbenz, parece haber participado en estas acciones, recorriendo las calles para levantar a la población.