Capítulo 2
LA REVOLUCIÓN DEL 20 DE OCTUBRE
2.1 Se prepara el alzamiento
Para enfrentar el designio de Ponce de convertirse en el nuevo dictador de Guatemala era necesario, como decíamos, recurrir a una estrategia que no se limitase a lo político, sino que incluyese también acciones militares. Si Ponce podía proceder despóticamente era porque tenía el control del ejército, la pieza clave en la disputa por el poder. Para combatir sus ambiciones, entonces, era preciso organizar un levantamiento militar y desafiar su dominio sobre la institución armada. Eso significaba, por supuesto, arriesgarlo todo en un golpe que debía ser rápido y eficaz, y que de fracasar podría acarrear trágicas consecuencias. Así lo comprendían, ya antes de octubre, los principales actores del movimiento de junio: diversos testimonios permiten comprobar que, a comienzos de ese mes, luego del asesinato de Alejandro Córdova, estaba ya bien avanzada la trama de varias conspiraciones que se superponían y entrelazaban entre sí, abarcando a civiles y militares, y expresando el profundo descontento que reinaba en el país. Las obvias debilidades que, por otra parte, mostraba el gobierno provisional, auspiciaban de algún modo estas acciones y permitían anticipar el posible éxito de la conjura.
El general Federico Ponce Vaides, en el escaso tiempo transcurrido, no había logrado aún controlar, de un modo efectivo y completo, la institución armada en la que trataba de apoyarse para lograr la meta de convertirse en el supremo árbitro de Guatemala: en buena parte de la oficialidad existía un profundo descontento, similar al que sentían los civiles, ante el rumbo que estaba tomando el país. Muy pocos podían aceptar que, después de haber acabado con la dictadura de Ubico -un hombre al que se le reconocían, en todo caso, indudables y variados méritos- el país fuese a caer ahora en manos de una persona que exhibía pocas credenciales como para ejercer la presidencia, visiblemente ambiciosa y que no exhibía respeto alguno por las instituciones. Por eso, ya desde agosto, comenzaron a tejerse en el ejército varias conspiraciones, algunas de las cuales tenían nexos con las que, por su parte, iban organizando también los civiles.
Fortuny afirma que, para esa época “se mueven los hilos de por lo menos cuatro conspiraciones simultáneas”, siendo tal vez la principal la que lidera el mayor Carlos H. Aldana Sandoval, instructor de la unidad de tanques que tenía su plaza en la Guardia de Honor, y en la que participa también el coronel Luis Humberto Díaz. Aldana toma contacto con Francisco Javier Arana -Jefe de dicha unidad y predispuesto también al golpe- mientras mantiene a la vez relaciones con los civiles involucrados, especialmente con Jorge Toriello, el Doctor Julio Bianchi y Eugenio Silva Peña. Toriello, a su vez, se ha hecho amigo de un oficial joven, el capitán Jacobo Arbenz, desde los días en que juntos presenciaran la entrada violenta de las tropas a la Asamblea Nacional, y está conectado con los estudiantes organizados y con varios de sus líderes, entre ellos Mario Méndez Montenegro. Arbenz, quien había pedido la baja del ejército por su rechazo a la forma en que éste se veía obligado a plegarse a los deseos de Ponce Vaides, pasa una temporada en El Salvador, patria de su esposa, pero regresa para participar en la conspiración final. Según otras informaciones disponibles, y tomando en cuenta los acontecimientos que luego seguirán, puede afirmarse que también Juan Córdova Cerna, un prestigioso abogado, participa en esa misma o en otra de las conspiraciones en marcha.
Hacia mediados de octubre, como decíamos al comienzo del primer capítulo, reina en el país un ambiente lóbrego y pesimista, pues son muchas las personas que piensan que ya Ponce ha triunfado y que es imposible hacer nada contra él. Va en aumento el número de presos políticos, hay dirigentes que han partido al exterior -como el citado Méndez Montenegro y Guillermo Toriello- y otros que han tenido que refugiarse en embajadas, como el mismo Arévalo, quien se asila el día 18 de octubre en la legación de México junto con un nutrido grupo de partidarios. Hay también rumores de un levantamiento, de posibles acciones del ejército: se anticipan posibles sucesos sangrientos. Los estudiantes, con apoyo de otros grupos civiles, deciden apelar otra vez al recurso de la huelga general: se dispone que comience el día 15 y, entretanto, se envían delegaciones al interior de la república para agitar el ambiente y ampliar el movimiento a escala nacional, ya que hasta ese momento ha estado limitado casi exclusivamente a la capital. La consigna de la huelga, sin embargo, no parece prender en la población: hay tal vez demasiado miedo, se carece de una adecuada organización, no se vislumbra por el momento ninguna perspectiva de triunfo.
La conspiración, en concreto, debía comprometer a oficiales con armas y mando de tropas, debía comenzar en algún cuartel importante y bien situado. Pero los militares deseosos de derrocar al gobierno tropezaban con una seria dificultad para organizarse: previendo un posible movimiento en su contra, Ponce -y el Ministro de Defensa que había nombrado el mismo 1º de julio, el general Daniel Corado- habían decidido aplicar singulares restricciones al movimiento del personal en todos los cuarteles de la capital. Ni los oficiales ni la tropa gozaban de las salidas acostumbradas, todos estaban virtualmente presos en las sedes de sus unidades, constante y estrechamente vigilados. Los contactos entre ellos, imprescindibles para organizar un golpe, eran sumamente difíciles, casi imposibles.
Tres eran los cuarteles que existían en la capital: el de Matamoros, hacia el nordeste, el Fuerte de San José, al suroeste, y la Guardia de Honor, donde se mantenían todavía los 12 tanques y las grandes piezas de artillería que los Estados Unidos habían vendido a Ubico. Para asegurarse el control de la Guardia, la unidad que tenía más poder de fuego, el gobierno había designado como comandante al general Francisco Corado, hermano del ministro, en reemplazo del general Encarnación de León Corzo, un comandante respetado y admirado por sus oficiales por su “cultura” y “don de gentes”. Corado, que parece haber sido un hombre muy violento y temperamental, comenzó a tratar a los oficiales con singular irrespeto, llegando incluso a golpear físicamente, con la fusta que siempre llevaba consigo, a más de un oficial joven.
A pesar de de todas estas restricciones puede decirse que, ya desde agosto, el golpe estaba en marcha. Francisco Javier Arana, desde su cargo clave como comandante de la unidad de tanques, y en contacto con el exterior a través del ya mencionado Aldana Sandoval, va organizando poco a poco un núcleo reducido de oficiales que está dispuesto a sublevarse. Son los primeros, según los testimonios que nos han legado, los capitanes Manuel de Jesús Pérez, Saturnino Barrera y Alberto Escobar Calderón y el teniente Juan José de León; a ellos se le van uniendo otros jóvenes oficiales de modo que, poco a poco, el clima de desazón que reina en la Guardia de Honor se va convirtiendo en uno de solapada conspiración.