No parece exagerado afirmar que el Decreto 900 resultó una solución simple a problemas complejos y que, como toda ley diseñada desde afuera y sin conocimiento suficiente del medio donde debía aplicarse, produjo resultados desiguales y a veces contradictorios. Su aplicación se vio limitada por el burocratismo y la corrupción que pronto surgieron en los organismos agrarios y por prácticas que tendían a favorecer a ciertos grupos en desmedro de otros, a los amigos de los funcionarios ejecutores y a quienes eran considerados como partidarios del gobierno. Pero, a pesar de estas limitaciones, la Reforma Agraria prosiguió su marcha con rapidez, ampliando su horizonte de aplicación hasta cubrir prácticamente todo el país. En apenas dos años se expropiaron, en total, 1.385 fincas, con una superficie de 885.000 hectáreas, que fueron adjudicadas a casi 90.000 beneficiarios.
Si estimamos en algo más de dos millones la población rural total del país (según los datos censales correspondientes), y multiplicamos por cinco el número de beneficiarios (que es el cantidad promedio de habitantes por familia), encontraremos que aproximadamente el 20% de toda la población rural resultó beneficiaria de la reforma, una cifra nada desdeñable, por cierto. Esta proporción resulta aún más alta si tomamos como referencia la cantidad total de tierra en actividad económica: la Reforma Agraria afectó a más del 25% de la tierra en uso, una proporción sin duda muy elevada sobre todo si recordamos que las expropiaciones se hicieron en un tiempo ciertamente muy corto. Claro está, del total de la tierra expropiada una cuarta parte pertenecía a la UFCo., lo que significa que en realidad el efecto de la reforma agraria fue muy intenso en las zonas donde esta compañía poseía tierras y mucho menor en otras zonas, especialmente en las regiones donde predominaba la propiedad minifundiaria de los indígenas. Un dato más a destacar, que a nuestro juicio tendría importantes consecuencias en los acontecimientos posteriores, es que del total de beneficiarios sólo un 13,8% recibió su tierra en propiedad plena, siendo la superficie adjudicada en esas condiciones un 18,8% del total (según cálculos basados en el cuadro 5-2).
La reforma agraria guatemalteca no fue -como podemos concluir de la exposición que hemos hecho- el resultado de una revolución campesina o de una presión incontrolable de las masas rurales. Pero desató en el campo un proceso de movilización que, hacia mediados de 1954, poseía ya una fuerza que para muchos resultaba alarmante, pues parecía augurar que nada podría quedar en pie de un orden democrático donde predominase la propiedad privada. Esto se debió a dos factores, de muy diversa naturaleza: en primer lugar a la amplia proporción de tierra que iba quedando fuera de las manos de particulares, pues a las grandes extensiones que ya poseía el estado había que agregar ahora la de las tierras dadas en usufructo, cuyo carácter de propiedad pública no se perdía por el hecho de ser dadas en concesión a los nuevos beneficiarios. En segundo lugar, y este es sin duda el punto más importante, porque el curso de la reforma agraria parecía estar escapándose ya de las manos del gobierno. En efecto, las invasiones directas de terrenos -muchos de ellos no expropiables según la ley- alentadas por figuras importantes del PGT, como Carlos Manuel Pellecer, creaban un ambiente de incertidumbre que aumentaba la ansiedad de muchos sectores del país. Si el Decreto 900 había sido considerado por muchos como un paso directo en el camino hacia el socialismo, las invasiones y los conflictos que se sucedieron luego auguraban una forma de revolución que parecía destinada a eliminar por completo toda forma de capitalismo en el país.
A este importante factor debemos agregar dos hechos, que resultaron decisivos para agudizar el clima de general confrontación que vivía el país: la extensa expropiación de las tierras de la UFCo., que impulsó a esta empresa a buscar apoyo internacional para oponerse frontalmente al gobierno, y la decisión que se tomó en el congreso en ocasión del recurso de amparo que, ante la Corte Suprema de Justicia, interpuso un agricultor que consideraba violados sus derechos.
Todos estos elementos -y la influencia cada vez más evidente de los comunistas en las decisiones del gobierno- se conjugaron para crear un clima de polarización extrema en el país que derivaría muy pronto en la abierta violencia, precipitando la caída de Arbenz y la finalización de esta época de radicalismo revolucionario. Ya al comenzar 1953 los acontecimientos comenzaron a acelerarse, indicando que la revolución entraba en una etapa de enfrentamientos definitivos. La paz estaba a punto de perderse en una Guatemala que, como veremos enseguida, se iba convirtiendo poco a poco en uno de los principales escenarios de la Guerra Fría.