5.5 El Decreto 900
La ley, cuyo objetivo declarado ya hemos resumido para el lector (v. supra), comenzaba aboliendo toda forma de trabajo no voluntario y todo tipo de prestación personal gratuita en el campo, algo que resultaba perfectamente capitalista, pues se eliminaba así todo vestigio de relación feudal preexistente. Pero agregaba casi de inmediato (art. 4º.) que todas las tierras expropiadas quedarían «incorporadas al patrimonio de la Nación», dando a los campesinos beneficiarios «el usufructo vitalicio de tales tierras» o su arrendamiento «durante el término que en cada caso se establezca». Esta importante disposición, por cierto, resultaba muy poco capitalista y entraba entonces en franca contradicción con los enunciados generales de la ley, pues ¿cómo podría desarrollarse cualquier forma de agricultura capitalista si no se reconocía, a la proyectada masa de beneficiarios, el fundamento jurídico elemental sobre el que se asienta este sistema, el derecho a la propiedad privada?
Los autores de la ley, en su momento y en innumerables declaraciones posteriores, han señalado que se decidió proceder de este modo no porque se opusiesen en principio a la propiedad privada de la tierra sino porque, muy claramente, la constitución vetaba cualquier otra posibilidad. La razón, a primera vista, parece válida y suficientemente sólida, pero si la examinamos más de cerca, y a la luz de otras declaraciones que también hicieron los propulsores de la ley, encontramos que no fue el verdadero motivo para proceder de tal manera. Por una parte, está comprobado que el gobierno prefería que las parcelas no fuesen entregadas en propiedad plena a los beneficiarios para evitar que los campesinos, al venderlas poco después, permitiesen que los antiguos finqueros recuperasen sus posesiones o se concentrase de nuevo la propiedad de la tierra. Los comunistas, autores de la reforma, preferían por otra parte esta solución, para introducir un «elemento progresista» (o sea, pro socialista) en una reforma agraria que consideraban de tipo capitalista. La motivación del apego a la legalidad, del respeto irrestricto a la constitución, por último, no era una genuina motivación para -al menos- uno de los redactores del proyecto, quien escribe todavía, 35 años después: «En un Estado de Derecho las leyes se respetan; en un Estado Revolucionario, las leyes se cambian cuando obstaculizan el bienestar social.»
Si la constitución impedía entregar en propiedad privada las tierras nacionales, medida indispensable para crear un capitalismo agrario, ¿por qué, entonces, no reformar la constitución? El gobierno podía haber ganado fácilmente las elecciones para una Asamblea Constituyente, especialmente tomando en cuenta que contaría con el entusiasmo de un campesinado que hubiese percibido que las reformas eran necesarias para garantizarle la propiedad plena de las tierras que se les fuesen a adjudicar. Arbenz, en una entrevista realizada 22 años después, dice sin embargo que: «Por los muchos problemas políticos inmediatos hubiera sido difícil llamar a una Asamblea Constituyente. La situación política no era de orden conciliatorio, y no era propicia.» La afirmación no parece tener mucho peso, pero lo que resulta claro de estas declaraciones es que el gobierno no quería incurrir en ningún costo político para modificar disposiciones que, especialmente para el sector más radical, apoyaba y consideraba convenientes, tal vez fundamentales.
Si esto no ocurrió así, si el gobierno insistió en que no se podía hacer otra cosa que generalizar la dudosa solución del usufructo vitalicio, es porque detrás había poderosas razones ideológicas derivadas de los postulados básicos del marxismo. No cuesta mucho pensar que, en definitiva, los comunistas querían quebrar el sistema de tenencia de la tierra que ellos llamaban semifeudal, pero que no deseaban instaurar, en su reemplazo, un vigoroso modelo de capitalismo, generando un amplio sector de propietarios que, luego, podrían convertirse en un obstáculo insuperable cuando se quisiese profundizar el carácter socialista de la revolución. Lo ocurrido en la Unión Soviética, donde los bolcheviques habían entregado la tierra a los campesinos durante la revolución, pero luego habían hecho una sangrienta colectivización para impedir la emergencia de una clase de campesinos ricos, representaba una experiencia aleccionadora al respecto. Lo mismo estaba sucediendo en esos años, aunque con amplias variaciones locales, en la China de Mao y en los países de Europa Oriental que había caído bajo control comunista.
Si el problema de la propiedad privada, desde el punto de vista ideológico y político, quedaba por su naturaleza en el propio centro del debate, había otros elementos en la ley que, ya de un modo más práctico, resultarían también decisivos para determinar el modo en que se llevaría a cabo la reforma agraria guatemalteca. Uno de ellos era el de la indemnización: la ley establecía que las tierras expropiadas serían compensadas a sus dueños de acuerdo a la valoración que estos mismos hacían en su última declaración al fisco para el pago de impuestos (art. 6º), que sería pagada en Bonos de la Reforma Agraria (art. 42), que estos devengarían un interés anual del 3% y que tendrían un plazo máximo de 25 años (art. 43). Estas disposiciones, en conjunto, resultaban bastante poco favorables para los expropiados, que sólo podían reclamar indemnizaciones de escaso monto, pues las declaraciones que aparecían en la matrícula fiscal, tradicionalmente, eran muy inferiores al valor de mercado de las tierras.
Otro punto a destacar era el relativo al tamaño y características de las tierras no afectables por el decreto. En tres extensos artículos (el 9, el 10 y el 11) la ley determinaba que, en definitiva, no eran para nada afectables las propiedades menores a 90,25 has. (2 caballerías, según las medidas tradicionales que se usan en Guatemala) y que los inmuebles rústicos de más de 2 y de menos de 6 caballerías (270,75 has.) tampoco lo serían cuando «tengan las dos terceras partes cultivadas…» (art. 10, b). La ley excluía también de las tierras expropiables a aquellas que, dentro de ciertos límites, estuviesen destinadas a pastos o reservas forestales, así como «las tierras de las Comunidades Agrarias llamadas corrientemente Comunidades Indígenas Campesinas» (art. 10, c). Si bien en Guatemala, por diversas razones, las fincas suelen ser relativamente pequeñas en términos internacionales, llama la atención lo reducido del límite que se había impuesto a las tierras no sujetas a afectación.
En cuanto a la parte operativa, el Decreto 900 creaba un sistema administrativo que establecía, como «órganos de la Reforma Agraria los siguientes: 1º. El Presidente de la República; 2º. El Departamento Agrario Nacional; 3º. El Consejo Agrario Nacional; 4º. Las Comisiones Agrarias Departamentales; y 5º. Los Comités Agrarios Locales.» (artículo 52). Como se puede apreciar, un sistema muy centralizado, destinado a extenderse por todo el país, que dependía de la máxima autoridad ejecutiva nacional. En los órganos mencionados se daba amplia cabida a sus representantes y los que eligiese el sector sindical, quedando muy limitada la representación de los agricultores. Los cinco miembros de los comités locales, por ejemplo, eran nombrados «uno por el Gobernador departamental; uno por la Municipalidad respectiva y tres por la Organización Campesina o por el Sindicato de la finca o empresa de la localidad.» (art. 57). Esto, en la visión de los autores de la ley, resultaba decisivo para que los propios campesinos y trabajadores agrícolas organizados fuesen el verdadero motor del proceso de reforma agraria, convirtiéndolo así en un vigoroso movimiento social de amplias bases.
Pero lo más grave, como pronto se vería, es que el Decreto 900 no daba cabida alguna a los tribunales de la república -al Organismo Judicial- para resolver las disputas que se generasen por la aplicación de la ley. Los recursos de alzada debían promoverse ante el Presidente de la República quien, en definitiva, quedaba cómo árbitro de última instancia en cualquier controversia que se produjese (artículos 59, 71, 73, 75 y 83). Que esto significaba establecer un poder realmente discrecional, por encima de toda otra autoridad de la república, lo declaraba expresa y tajantemente uno de los artículos finales, que por su importancia transcribimos completo a continuación:
«Artículo 98.- Los actos y resoluciones de los órganos de la Reforma Agraria no son puramente administrativos, sino son actos de autoridad eminentemente ejecutivos y, de consiguiente, contra ellos no cabrán más recursos que los establecidos en esta ley. Las autoridades que admitieren otros recursos, sean ordinarios o extraordinarios, diferentes a los ya establecidos aquí, incurrirán en las penas que establece el Código Penal para los que usurpen funciones públicas.»
5.6 La Revolución llega al campo
La revolución de 1944, en esto hay coincidencia plena, había sido un fenómeno esencialmente urbano, limitado prácticamente a la ciudad capital de Guatemala: «una revolución urbana en un país rural», según una aguda observación que hiciera Lázaro Cárdenas, el ex presidente mexicano. Si se quería transformar a fondo la realidad del país, por lo tanto, había que extender la revolución hacia el interior, hacia el variado mundo rural en el que coexistían desde comunidades indígenas apegadas a prácticas centenarias hasta la poderosa United Fruit, uno de los ejemplos exitosos de la moderna empresa capitalista y transnacional.
El Decreto 900 expresaba, más que un clamor por la tierra surgido desde las profundidades rurales de Guatemala, un intento de las elites urbanas por transformar estructuras sociales que se percibían como abismalmente atrasadas. La reforma agraria no era, pues, la respuesta del poder político a un malestar extendido entre los campesinos ni una forma de canalizar un movimiento social que estuviese desestabilizando al país. Nada de eso ocurría en 1951, ni había existido en los años anteriores: «Si la división de la tierra hubiese sido un tema realmente candente, la revolución no hubiera podido esperar ocho largos años hasta 1952 para decidirse a resolverlo», nos dice con absoluta lógica un autor. El propósito, en cambio, era sacudir al país desde su centro político hasta los últimos confines, una tentativa de transformación que pretendía crear una nueva Guatemala, más moderna y más justa. Si este objetivo se formulaba como un rechazo al pasado podía decirse que, en general, había un cierto acuerdo general a su favor: eran muy pocos los que pensaban que se pudiese volver a la Guatemala rural de principios de siglo y muchos los que deseaban la rápida modernización del país. Pero, a partir de ese consenso básico, se abrían las diferentes alternativas de acción que respondían a muy diversas perspectivas ideológicas.
Los redactores del Decreto 900 no querían, en el fondo, una Guatemala capitalista. Aunque así lo dijeran resulta obvio que, como comunistas o como personas muy próximas al comunismo, lo que querían ante todo era modificar la estructura social del país para destruir el poder de los terratenientes, concebidos en su modelo de interpretación de la realidad social como la auténtica «clase dominante» a la que había que eliminar. No se trataba de crear tampoco una nueva clase de campesinos capitalistas modernos, unos kulaks centroamericanos que se fuesen a oponer luego al socialismo, sino de sentar las bases para que la tierra, concebida como factor de producción clave, pasase a manos colectivas o quedase sometida a un fuerte control del estado. Un verdadero desarrollo capitalista en el campo habría pasado, en cambio, por medidas menos conflictivas pero más directas y efectivas: venta masiva de tierras estatales a la población de menores recursos, mecanismos para la privatización de una parte de las tierras comunales, creación de una infraestructura física capaz de aumentar el rendimiento de la tierra y facilitar el acceso a los mercados en las áreas más abandonadas, estímulos técnicos y financieros, etc.
Pero los revolucionarios de 1950 no deseaban una transformación técnica o puramente económica, sino un objetivo que en lo esencial era de carácter político: promover un movimiento social que se proyectase de «abajo hacia arriba», que afectase ante todo las relaciones sociales del campo e hiciese desaparecer el poder de los terratenientes, su existencia misma como ‘clase social’. Por eso la ley establecía que las afectaciones se harían sobre la base de las denuncias que los campesinos organizados hiciesen ante los Comités Agrarios Locales. Los campesinos, a su vez, eran movilizados primariamente por la CGTG y la CNCG, aunque también, a medida que se fue desarrollando la reforma y que fue quedando claro que el gobierno no iría a proceder contra ellos, actuando por su cuenta y reclamando tierras sin esperar que los apoyasen las organizaciones mencionadas.
Las reacción ante la aplicación del Decreto 900, sin embargo, no fue para nada uniforme: la misma complejidad de la situación rural de Guatemala, con zonas muy diferentes en cuanto a su densidad poblacional, tipo de cultivos, etnicidad y tenencia de la tierra, hicieron que las respuestas resultasen diferentes en cada caso, dándose también situaciones donde la población campesina se oponía a las organizaciones revolucionarias y en las que los indígenas actuaban con gran recelo hacia el gobierno: «…la reforma agraria abrió una Caja de Pandora de conflictos en la Guatemala rural», nos dice un estudioso, agregando: «Las organizaciones revolucionarias peleaban entre sí por conseguir adeptos; nacientes clases dentro de las municipalidades rurales tenían diferentes reacciones a los cambios que ocurrían en las áreas rurales y las tensiones étnicas creaban otra fuente de conflictos.» «El resultado fue una sociedad rural bullente de conflictos, conflictos que las organizaciones revolucionarias tenían dificultades por entender y a los que, involuntariamente, a menudo contribuían.»