3.3 Arévalo en el poder
Los apremiantes desafíos del poder son sin duda mucho más exigentes que los que nacen de la cátedra o de los que se presentan incluso en las campañas electorales: una cosa es diseñar proyectos políticos ambiciosos, pero imprecisos, sobre la base de una «inconsistente conceptuación extraída de libros o de una experiencia transoceánica, dispersa, tibia y epidérmica», como diría el mismo presidente, otra muy diferente llevarlos a la práctica con los hombres disponibles, con la instituciones existentes y con las limitaciones naturales que impone todo aparato de gobierno. El Doctor Juan José Arévalo, ya en la presidencia, podrá comprobar casi de inmediato las dificultades propias de gobernar un país como la Guatemala de 1945, que atraviesa sin duda por tiempos revolucionarios, pero que también es profundamente conservador y reacio a los cambios. Deberá entonces promover amplias reformas encaminadas a superar retrasos y carencias, tendrá que responder a las demandas, divergentes y hasta contradictorias, del amplio electorado que lo ha llevado a la presidencia, pero necesitará -ante todo- mantener el apoyo político y militar suficiente como para permanecer en el poder.
Con la confianza en sí mismo que lo caracterizaba, con su vitalidad impresionante y un peculiar estilo, desafiante y a veces altanero, Arévalo se lanzó a la tarea de gobernar. «La modestia no era una de sus virtudes» -dice un historiador, y lo comprueba hasta la más superficial lectura de su obra Despacho Presidencial, valioso recuento de sus días en el gobierno. Pero esta especie de arrogancia, quizás, no resultó el elemento más problemático de su personalidad. Lo que sí impactó a la sociedad guatemalteca fue su lenguaje a veces demasiado agresivo y disociador, la forma en que su discurso trazó líneas que polarizaban un ambiente ya cargado de tensiones y de cierta aprehensión sobre el futuro, la sensación que produjo en muchos de ser el gobernante de sólo una parte de los guatemaltecos.
Su primer gabinete, sin embargo, no fue sectario, sino un reflejo de la constelación de fuerzas que dominaba entonces en Guatemala: había figuras como Manuel Galich, en Educación, o Enrique Muñoz Meany, en Relaciones Exteriores, que representaban la izquierda nacionalista, en tanto que otros más moderados, como Roberto Guirola o Julio Bianchi, en Agricultura y Salud Pública, y el mismo Arbenz -en ese momento todavía bajo el influjo de Jorge Toriello- en el puesto clave de Defensa, daban al conjunto un cierto equilibrio. Pero en las semanas siguientes, no obstante, el gobierno mostraría con toda claridad cual sería su estilo político y su definida orientación ideológica.
Apenas el 2 de abril, en una manifestación política en el cementerio que tenía por intención rememorar una fecha histórica para el Partido Liberal, algunos oradores pronunciaron palabras que podían interpretarse como un llamamiento al ejército para que interviniera en la vida política del país. El gobierno, sobre la base de informes poco precisos, habló enseguida de conspiración -de un «motín naciente» que podría estallar el día 5 de ese mes- y procedió enseguida, con acuerdo del Congreso, a decretar la primera restricción de garantías del período, aprisionando entonces a una veintena de personas entre los que se encontraban nada menos que cuatro ex candidatos presidenciales: Ovidio Pivaral, Manuel María Herrera, Guillermo Flores Avendaño y Teodoro Díaz. Todos ellos, junto a un nutrido grupo de periodistas y dirigentes liberales, serían expulsados de Guatemala poco después -con rumbo a México, Costa Rica y otros destinos.
En otro plano de acción, con amplio acuerdo del legislativo, el día 18 de abril se publicó la Ley de Emergencia Económica, instrumento que imponía el control de los precios con el propósito de combatir la inflación. Comenzaba el gobierno revolucionario a mostrar, así, una clara vocación de intervencionismo económico. Se pretendía de ese modo cambiar la situación social por medio de leyes y decretos, tratando de manejar el desempeño de la economía desde el estado, procurando mejorar la situación económica de los trabajadores a través de leyes que aumentarían sus ingresos y sus beneficios. Más adelante, con la proyectada Ley de Trabajo, se daría culminación a esta tendencia, que se completaba, además, con aumentos generales de salarios a maestros, militares, empleados de correos y otros funcionarios públicos.
Se pretendía hacer un gobierno «obrerista», una labor que beneficiara a los trabajadores, y en esa meta convergían los esfuerzos de Arévalo, su equipo de gobierno y la mayoría de revolucionarios que lo apoyaban desde el congreso. La idea, que encajaba a la perfección con el tinte izquierdista de sus acciones, tenía además el soporte político de unos sindicatos que, después de la inactividad sufrida bajo el mando de Ubico, se creaban y desarrollaban a un ritmo vertiginoso. El día 1º de mayo, celebrado por primera vez como fiesta nacional, un desfile obrero pasó delante del balcón presidencial, vitoreando al presidente, que luego se dirigió -en comitiva oficial- a dar también un saludo a la concentración que hacían los trabajadores. El gesto, significativo e inusual en el país, junto con las medidas comentadas más arriba, «demostraron que Guatemala estaba tomando camino hacia un amanecer revolucionario socializante…», según expresión formulada por el propio Arévalo muchos años después, en la obra que citamos.
Estos tres elementos -las sanciones a la oposición, el intervencionismo económico y su decidido respaldo a un movimiento obrero naciente- marcaron el inicio del gobierno revolucionario. ¿Estaba de acuerdo con ese discutible amanecer socializante la mayoría el país? ¿Concordaba con este rumbo la mayor parte del propio movimiento que había sido artífice de los hechos del 20 de octubre pasado? Todo apunta hacia una respuesta negativa para ambas preguntas, pues no sólo quienes se habían identificado con Ubico, o con el Partido Liberal, o con los conservadores, se oponían a la orientación socialista que se iba dando a la obra de gobierno, sino que además, dentro del campo revolucionario, aparecieron pronto figuras que preferían obviamente un curso de acción más moderado. Ya hemos dicho que las revoluciones, mientras profundizan su obra, van decantando las fuerzas que las apoyan de modo tal que las divisiones entre radicales y moderados se profundizan y se multiplican sucesivamente. En Guatemala, hacia 1945, Jorge Toriello, el ex triunviro, fue la primera personalidad de importancia en plantear algunos problemas que llevarían a su alejamiento posterior del movimiento.
Lo hizo, muy probablemente, movido por ambiciones personales, por su deseo de mantenerse como figura influyente y decisiva dentro del nuevo gobierno, tal vez lamentando haber cedido demasiado apresuradamente el poder que había tenido como miembro de la Junta Revolucionaria y que había entregado al poco tiempo, ante las presiones del arevalismo y para evitar que se lo acusara de cualquier forma de continuismo político. Toriello, como el miembro más experimentado de la junta, podría haber dado un ritmo más lento a la transición, aliándose con Arana para producir un traspaso del poder más ordenado, más plural y -en definitiva- más democrático. Ahora se encontraba con que Arévalo y un núcleo de dirigentes del FPL y de RN lo consideraban ya, en alguna medida, como parte del pasado, dejándolo al margen de ciertas decisiones importantes. Dirigió sus críticas, sin embargo, no contra el primer mandatario sino hacia otra figura de peso político: Jorge García Granados, presidente del nuevo congreso, a quien acusó de tener simpatías comunistas, en tanto que procedía a crear un nuevo partido político, que se llamó Partido de la Revolución. Las presiones de este sector lograron, poco después, que García Granados abandonase el alto cargo que tenía, pasando a desempeñarse como embajador en Washington.
Anota Arévalo que un nuevo complot fue desbaratado en el mes de junio, agregando que ese mismo día «fueron sacadas del país diecisiete personas de filiación liberal». Las pruebas que ofrece, en este y otros casos que se denunciarían a lo largo de su presidencia, resultan ahora sumamente débiles y circunstanciales: alguien que pide derrocar al gobierno en algún acto o sesión de algún partido, conversaciones o reuniones, informes de inteligencia que nunca resultan precisos ni se hacen públicos. Esto nos lleva a sostener que, en realidad, el gobierno de la revolución no soportó realmente las veintinueve conspiraciones que con tanto esmero contaron sus voceros, sino un número efectivo bastante menor, lo que no impidió que «se suspendieran las garantías constitucionales 32 veces, para facilitar las acciones contra los complotistas». La respuesta a estas vagas conspiraciones -o a otras mucho más concretas y bien organizadas, que también existieron, como luego veremos- fue casi siempre la misma: el gobierno suspende las garantías y se limita a expulsar del país a los supuestos implicados, sin mayor trámite ni discusión. Con el tiempo, sin embargo, se comenzará a hablar de torturas y el propio presidente reconocerá luego: «Cada vez se procedía con más dureza».
Poco después, ante otro intento conspirativo, el gobierno decretó el estado de sitio. Esta vez el Congreso decidió tomar medidas más severas y, el día 26 de septiembre, «resolvieron destituir a tres Magistrados de la Corte Suprema, amigos de ‘amparar’ conspiradores», mientras se procedía a nuevas detenciones y deportaciones. Durante mucho tiempo se repitió este mismo ciclo, al que cerraban a veces amnistías parciales o generales.
3.4 Revolución y Democracia
Esta especie de paranoia gubernamental puede ser comprendida si se tiene en cuenta la definida y pública posición revolucionaria de un gobierno que se sentía amenazado por las fuerzas políticas que había desplazado, y a las que de ningún modo quería dejar en libertad de acción para que pudiesen resurgir. Pero la represión y el enfrentamiento a la oposición, a la que debiéramos sumar el lenguaje pugnaz empleado por el presidente y otras manifestaciones de poca tolerancia hacia los adversarios políticos que se irían presentando en los siguientes meses, planteaban un problema que, a pesar de todos sus esfuerzos, no creemos que la revolución haya podido resolver. Se trata de la contradicción que, inevitablemente, surge entre los términos revolución y democracia que -así yuxtapuestos- pueden ser calificados hasta como de «un absurdo político».
Estamos acostumbrados a definir como ‘democráticas’ a ciertas revoluciones pasando por alto que sólo puede adjetivarse de ese modo a procesos de muy especiales características: una democracia es, ante todo, un sistema tolerante, donde no sólo se realizan elecciones libres y hay un gobierno de la mayoría sino que además se respeta a los adversarios y a las minorías, en un clima de libertades políticas y civiles. Nada de esto puede lograrse si no existe un acuerdo básico y esencial en cuanto a respetar ciertos principios y defender algunas instituciones. Una revolución, por el contrario, es la cosa «más autoritaria del mundo», para emplear las clásicas palabras que dijera Lenin exactamente un cuarto de siglo antes, en momentos en que se afianzaba al frente del nuevo régimen soviético. Para que una revolución sea auténticamente democrática debe, de algún modo, negarse inmediatamente a sí misma, apartarse de la lógica de la confrontación y avanzar enseguida hacia la institucionalidad, hacia la incorporación al sistema del más amplio espectro de fuerzas posible: pocas son las revoluciones que lo logran.
En Guatemala la forma apresurada con que se elaboró la nueva constitución y se sentaron las bases de una nueva institucionalidad, la manera en que se realizaron las elecciones y, sobre todo, la agresividad que desde el gobierno se desplegó contra toda forma de oposición, mostraron enseguida que había firmeza en seguir el curso revolucionario pero que el carácter democrático del nuevo régimen debía ser considerado, en el mejor de los casos, como bastante limitado en sus alcances. La mayor parte de las fuerzas de la oposición se sentía ya, en 1945, arrinconada y excluida, temerosa de un curso izquierdista que parecía dirigirse hacia un socialismo que rechazaban y que podía derivar hasta en la implantación de un régimen comunista.
En tanto comenzaba a profundizarse esta división en el seno de la sociedad, que se iban marcando con líneas cada vez más profundas y visibles, en el campo revolucionario también se iban desplegando, decantando y organizando las diversas fuerzas políticas que lo componían. El 17 de octubre, en una amplia reunión a la que asistieron los principales dirigentes del FPL y de RN, y que contó con la presencia del entonces teniente coronel Arana, se resolvió unificar dichas fuerzas políticas constituyendo un solo partido. Surgiría así lo que, de momento, se llamaría Partido Unión Revolucionaria y que, después de algunas semanas, adoptaría el nombre definitivo de PAR: Partido de Acción Revolucionaria, bajo la dirección inicial del arevalista Orozco Posadas. La fusión -que resultaba bastante natural dada la cercanía ideológica del FPL y de RN, ambos nacionalistas de izquierda, y a la sazón bastante radicales- no contó con la bendición de Arévalo, quien temió que el nuevo partido pudiera convertirse en una fuerza de inmenso poder, casi monopólico, capaz de quitarle libertad de movimientos y de someterlo a una especie de tutela política que para nada deseaba.
Un hecho fortuito vino a plantear, de manera anticipada, el problema de la todavía lejana sucesión presidencial. El presidente Arévalo sufrió un serio accidente automovilístico, el día 16 de diciembre, cuando él mismo conducía por la sinuosa carretera que va hacia Panajachel, sobre el lago Atitlán. Estaba en viaje de placer, acompañado por Juan José Alejos Arzú y dos bailarinas de un ballet de la Unión Soviética que visitaban el país. Distraído por tan agradable compañía parece que el presidente perdió el control del vehículo que fue a dar, dando tumbos, a un profundo barranco. Sus heridas fueron generalizadas, con fracturas y contusiones en todo el cuerpo, al punto que llegó a pensarse que no podría sobrevivir o que, en todo caso, no estaría en condiciones de continuar en el ejercicio de la presidencia.
La incertidumbre respecto a la salud del mandatario y la preocupación por el rumbo que podría tomar Guatemala si esto sucedía, llevó a los dirigentes del naciente PAR a reunirse con Arana y suscribir lo que luego pasó a la historia con el nombre de Pacto del Barranco. Después de ponderar todas las posibilidades que se abrían a partir de la situación en que se encontraba el presidente, los presentes elaboraron un documento, unas pocas líneas escritas a mano en una hoja de cuaderno que casualmente llevaba el propio Arana, que establecía un sencillo compromiso: las fuerzas revolucionarias apoyarían al teniente coronel como candidato a la presidencia para las elecciones de 1950 (o antes, si se daba el caso) a cambio de lo cual éste se mantendría leal al presidente y las instituciones, garantizando que no se produciría ninguna aventura golpista. Las fuentes consultadas discrepan en algunos detalles, puesto que Villagrán Kramer relata que el propio presidente Arévalo fue el promotor del pacto en tanto que éste, en sus memorias, manifiesta rotundo: «De este ‘pacto’ (conocido con el nombre de Pacto del Barranco) yo no tuve noticias sino muchos meses después.» El hecho es que -más allá de quien lo promoviera y de la circunstancia de que el pacto no quedase formalmente escrito- Arana lograba ya, a fines de 1945, convertirse en el heredero expreso de la revolución: él, y no Toriello o algún otro posible aspirante, sería el sucesor de Arévalo, contando con el apoyo tanto del ejército como del partido de gobierno, en la tarea de proseguir el proceso que se había abierto en octubre de 1944.
El pacto no tuvo consecuencia práctica alguna ante la increíble y relativamente rápida recuperación del robusto hijo de Taxisco que ejercía la presidencia. Pero Arana quedó desde entonces con la promesa en sus manos y la definida posibilidad de acceder, aunque no prontamente, a la codiciada presidencia de la república.