3.1 La Constitución de 1945
La mayoría de los revolucionarios de octubre pensaba que era preciso elaborar una constitución, nueva por completo, para reflejar los profundos cambios que se querían introducir en el país. Había un amplio consenso en cuanto a que se abría una nueva era para Guatemala, y «una especie de mesianismo generacional» que llevaba a registrar por escrito, y en forma de ley fundamental, las propuestas y la visión del mundo que tenían los triunfadores de octubre. La junta convocó, por tanto, a nuevas elecciones para elegir una Asamblea Nacional Constituyente el día 16 de diciembre, organismo que se instaló el 10 de enero de 1945, cuando ya Arévalo había sido electo como presidente. La presidencia de la nueva asamblea, que tenía ante sí una tarea que requería gran celeridad, recayó en el licenciado Jorge García Granados (1900-1961), figura destacada de los acontecimientos de 1944.
Como ya algunos líderes y juristas habían elaborado un proyecto de nueva constitución, la subcomisión encargada de los trabajos -integrada por Francisco Villagrán de León, José Falla y José Rölz Bennett- pudo entregar al pleno, apenas 5 días después, un proyecto completo, que fue aprobado antes de que asumiera el presidente Arévalo. Este, entonces, fue considerado presidente constitucional de Guatemala, aun cuando fuese electo antes de que existiese, en realidad, alguna constitución vigente.
El examen de esta extensa constitución, que consta de 212 artículos, permite verificar que se trata de un texto «de avanzada», es decir, de una ley fundamental que se alinea con las constituciones que ya en varias partes del mundo muestran para la época una clara orientación hacia alguna forma de socialismo: la española de 1931, las de Cuba (1940), México (1917) y Costa Rica (según la reforma de 1945), por ejemplo. Comienza afirmando que «Guatemala es una república libre, soberana e independiente, organizada con el fin primordial de asegurar a sus habitantes el goce de la libertad, la cultura, el bienestar económico y la justicia social.» Este énfasis en lo social, que recorre todo el texto, queda concretamente plasmado en una serie de 17 artículos que definen «garantías» sociales para todos los ciudadanos: detalladamente se enuncian así derechos al salario mínimo, jornada laboral, descanso y vacaciones, sindicalización y huelga, trabajo de mujeres y menores, indemnización por despido, seguridad social y otros muchos puntos que, en realidad, parecen pertenecer más bien a una ley del trabajo que a una norma fundamental. Lo más significativo, sin embargo, es que se reconoce la propiedad privada, «pero condicionada por su función social», con lo que se da lugar a la interpretación de corte socialista que, como veremos, trataría de hacerse en los próximos años. En el mismo sentido, «se prohíben los latifundios» y se limita también el régimen de concesiones, como expresión de una clara vocación de controlar y reducir las inversiones extranjeras en el país.
Permítasenos hacer, en relación a estas disposiciones, una digresión sobre la orientación ideológica de la constitución de 1945: ella representaba, con cierta fidelidad, las ideas y las aspiraciones de un amplio sector del país, aquél que pudiéramos denominar de izquierda nacionalista, pero -por esa misma razón- resultaba un tanto inadecuada como carta fundamental duradera y consensual. Una constitución eficaz, capaz de garantizar un funcionamiento adecuado de las instituciones y de proporcionar un marco de referencia para todas las fuerzas políticas, debe distinguirse claramente -a nuestro juicio- de lo que es un programa político partidario. Debe ser más amplia, más abstracta, y dejar para el legislador y para la cambiante constelación de fuerzas que vaya surgiendo, la tarea de aplicar políticas concretas y específicas mediante leyes más concretas. Para que una constitución sea respetada por todos debe basarse, por tanto, en el consenso más amplio posible, sin descartar del todo las ideas de quienes, momentáneamente tal vez, se encuentren en la oposición.
La extremada prisa con que se redactó la constitución de 1945, la mayoría abrumadora que, en esas semanas, tuvieron ciertas fuerzas políticas -como el FPL y RN, que ganaron tres elecciones seguidas- permitieron a éstas adjudicarse un triunfo sin duda aplastante. Pero la prisa produjo muchas «deficiencias, vacíos y ambigüedades» y, lo que es peor, esa victoria sin concesiones sembró en contrapartida la semilla de las profundas divisiones que luego habrían de conmover al país. Porque, al existir un sector -amplio e importante- que no participó en el diseño de la nueva constitución o no se sintió representado por sus disposiciones, se generó un problema que, en términos modernos, podríamos llamar de gobernabilidad. La constitución no podía ser valorada y respetada por todos porque era, en definitiva, el producto de un sector político, plasmaba sólo un programa de gobierno, el que iría a ejecutar el presidente Arévalo. Por más importante que este sector fuera, por más representativo que pudiera parecer, era solamente una parte de un todo más vasto. Al imponer sus propuestas, este conglomerado de fuerzas, seguramente, logró una victoria política, pero lo hizo a costa de comenzar a perder legitimidad, de excluir, de algún modo, a quienes entonces pudieron sentirse fuera del sistema institucional que se estaba diseñando: eso los transformó de simples adversarios políticos en algo mucho más peligroso, en enemigos jurados del nuevo régimen. En esta categoría podían situarse sin duda quienes pensaban que la nueva Guatemala debía orientarse francamente hacia el capitalismo y, además, muchos católicos que, a pesar de las concesiones hacia la Iglesia que exhibía la constitución, quedaron insatisfechos con el texto aprobado.
Un punto final sobre el que debemos detenernos, por su complejidad y por las consecuencias que traería a los pocos años, es el relativo al ejército. Debe tenerse en cuenta que, para la época, los civiles desconfiaban todavía enormemente de una institución militar que había intervenido siempre, decisivamente, en la vida política del país, en tanto que los militares -que se consideraban con derechos adquiridos debido a su decisiva participación en la revolución- veían también con recelo lo que pudiesen hacer los civiles y temían que se los privara de todo poder de decisión. Por eso, en largas discusiones que se desarrollaron entre finales de 1944 y comienzos de 1945, se llegó a un acuerdo que proporcionaría una solución compleja, aceptada por todos, pero que en definitiva resultaría engorrosa y bastante poco funcional. Un «esperpento jurídico» lo llama, sin vacilar, el Dr. Luis Beltranena Valladares.
El presidente quedaba como comandante en jefe del ejército, impartiendo sus órdenes a través del Ministro de la Defensa -por él designado, naturalmente- pero se creaba además otro cargo, el de Jefe de las Fuerzas Armadas, con mando operativo sobre todo el ejército. Este jefe era nombrado por el congreso de una terna propuesta por un nuevo organismo a crearse, el Consejo Superior de la Defensa (CSD). El CSD estaba integrado por el Presidente de la República, el Ministro de la Defensa, el Jefe de las Fuerzas Armadas, el Jefe del Estado Mayor, los jefes de las siete zonas militares y un grupo de trece altos oficiales electos por «votación secreta de todos los jefes y oficiales de alta en las fuerzas permanentes», según disponía el artículo 156. Esta extraña combinación produciría, casi de inmediato, algunas consecuencias peligrosas: a) en primer lugar, se rompería la unidad de mando que resulta tan importante en toda fuerza armada, pues tanto el Ministro de la Defensa como el Jefe de las Fuerzas Armadas tendrían una posición de liderazgo que, sin embargo, nunca podía ser completa ni del todo eficaz; b) se crearía, al establecer un sistema de elecciones para conformar el CSD, una abierta politización del ejército, pues los oficiales se verían involucrados -aunque no lo deseasen- en las decisiones obviamente políticas que tendrían que tomar como electorado que designaba, en última instancia, a su propio jefe. La dualidad de mando, bien manejada, hubiera podido ser parte funcional de un esquema de contrapesos destinado a lograr un mayor equilibrio político entre militares y civiles, y, por lo tanto, tal vez hubiese funcionado en las circunstancias de 1945. Pero el democratismo que se introducía en el ejército con las elecciones para conformar el CSD, en cambio, resultaba realmente anómalo y perturbador: un ejército no puede asumir la elección democrática de su líder sin correr el riesgo de politizarse y dividirse, sin poder impedir que las presiones y las diferencias del mundo exterior penetren dentro de sus filas, lo que crea sin duda un efecto destructivo sobre la disciplina y la estabilidad de las cadenas de mando.
3.2 La trayectoria de Arévalo y su «Socialismo Espiritual»
A pesar de las observaciones que acabamos de hacer, y sobre las cuales no se planteó mayor debate en el momento, el clima político que reinaba en Guatemala a comienzos de 1945 era todavía de predominante euforia y de enorme aceptación hacia la figura del nuevo presidente, el Doctor Juan José Arévalo Bermejo. Arévalo era, ante todo, un civil, era relativamente joven -pues había nacido en septiembre de 1904 y tenía, por lo tanto, poco más de cuarenta años- y era además un hombre culto, reconocido internacionalmente, de fuerte personalidad y capacidad para motivar a la gente. A pesar de su falta de experiencia política se mostró enseguida, desde ese 3 de septiembre en que arribara a tierra guatemalteca, como un hombre carismático, capaz de despertar adhesiones y entusiasmo en las multitudes, cuyo imponente físico le daba un aire formidable en un país donde predominaban las personas de baja estatura.
Todo esto contribuiría a que se creara a su alrededor, antes de asumir el poder, una aureola de gran respeto, acompañada de expectativas realmente desmesuradas respecto a su gestión entre quienes pensaban que era la mejor opción para gobernar el país. Con el correr del tiempo, naturalmente, esta imagen casi mítica iría desvaneciéndose hasta adquirir contornos más humanos, a medida que su acción de gobierno confirmaba las expectativas de algunos pero preocupaba o disgustaba a otros.
Suele decirse que Arévalo, opuesto a la dictadura de Ubico, viajó a la Argentina en calidad de exiliado. La afirmación es desmentida por sus propias palabras, tal como aparecen en su obra Despacho Presidencial, escrita medio siglo después: «Toda mi familia había sido ubiquista. Yo mismo lo fui durante muchos años. Adversé los crímenes cometidos en el año de 1934 y me retiré del Gobierno, saliendo del país tan pronto como pude.» En ese año, retornando de su primera estancia en Argentina, donde había obtenido su título de Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, Arévalo se presentó ante Ubico esperando que el presidente promoviese la edición de su obra en Guatemala y lo nombrase como Subsecretario de Educación. La respuesta fue descorazonadora: Ubico no se interesó por su tesis doctoral y lo nombró como funcionario del ministerio, pero en un cargo de poca relevancia, que no cubría las expectativas del joven profesor. Arévalo, relata él mismo, se sintió humillado y decepcionado, pero sin embargo permaneció hasta 1936 en Guatemala, donde incluso llegó a firmar, después de la represión de 1934, un manifiesto en que se ensalzaba «abyectamente» al gobierno y se repudiaba a los conspiradores derrotados poco tiempo antes.
De esa misma época es su ensayo Istmania, el primero en que comienza a abordar con seriedad temas sociales y políticos. Arévalo se manifiesta allí como un autor no carente de originalidad, que elabora intelectualmente el profundo rechazo que le produce la visita que hace, como parte de una gira por Europa, la Alemania hitlerista. En el trabajo mencionado destaca, a nuestro juicio, la diferencia que establece entre sociedades «monoestructuradas» y «poliestructuradas»: en estas últimas la economía, el ejército, la iglesia y otras fuerzas sociales tienen una independencia frente al poder político que asegura estabilidad y progreso, lo cual no ocurre en las «monoestructuradas», donde prevalece omnímodo el poder político, que todo lo sujeta a sus dictados, tal como ocurría en Guatemala y en Centroamérica. Hay, en sus escritos de esa época, una oposición de principio al servilismo y al caudillismo, un rechazo a todas las dictaduras que se enlaza bien con el posterior afán democrático que se difundirá en todas partes durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata postguerra.
Las influencias intelectuales que lo llevan a este punto son variadas, pero no incompatibles. Arévalo admira a los mexicanos Benito Juárez, José Vasconcelos y Plutarco Elías Calles, el primero por sus orígenes indígenas y su lucha por la igualdad ante la ley, los otros dos por el énfasis que colocan sobre en la educación, concebida como institución pública que resulta primordial palanca para el progreso de los pueblos. En el mismo sentido reconoce los méritos del obispo Francisco Marroquín y de Justo Rufino Barrios, en Guatemala, mientras que en Argentina respeta la obra de Hipólito Yrigoyen y de su Unión Cívica Radical, no pudiendo descartarse tampoco las influencias que José Ingenieros -con su valoración de la juventud y su actitud progresista- y Haya de la Torre -el peruano fundador del APRA, con su antiimperialismo y su noción de indoamérica- hayan podido ejercer sobre su obra. Más reciente, pero no menos importante, resulta el atractivo de las ideas roosveltianas ejercieron sobre su pensamiento: Juan José Arévalo llega a formar parte, según lo relata su hijo Bernardo, de ciertos ‘círculos rooseveltianos’ que se crean en Argentina, oponiéndose así a la tendencia nazi-fascista que predomina en el país del sur desde 1943, lo que le termina acarreando la expulsión de la Universidad de Cuyo, en Mendoza, donde predomina dicha línea de pensamiento. Arévalo prosigue su carrera docente entonces en Tucumán, interesado en las ideas políticas de la época, aunque sin llegar a desarrollar una obra sistemática al respecto.
Será después, al llegar ya a Guatemala, que el pensador -convertido en candidato de masas- formule por primera vez su conocida tesis del socialismo espiritual. La presentará por escrito en su ensayo «Conservadores, liberales y socialistas» -publicado en forma de hoja volante el 31 de octubre de 1944- ya consumada la revolución del 20 de Octubre y en medio de la euforia de una candidadura que, prácticamente, le asegura ya la presidencia de la república. En ese texto comienza por afirmar que las fuerzas políticas tradicionales están prácticamente muertas: «Ni el liberalismo individualista está vivo en el mundo, ni el conservatismo puede resucitar», y se define enseguida como socialista: «Somos socialistas porque vivimos en pleno siglo XX. Pero no somos socialistas materialistas». Y precisa:
«Nuestro socialismo no va, por eso, a la ingenua repartición de bienes materiales, a la tonta equiparación económica de hombres económicamente diferentes.»
«Vamos a dar a cada ciudadano no el superficial derecho de votar, sino el derecho fundamental de vivir en paz con su propia conciencia, con su familia, con sus bienes, con su destino.»
«Este socialismo espiritual es doctrina de liberación psicológica y moral». «La prédica materialista ha quedado evidenciada como un nuevo instrumento al servicio de las doctrinas totalitarias».
«El socialismo espiritualista superará la fórmula filosófica del nazismo, que sólo concede personalidad al conductor, comenzára -como el liberalismo- por devolver a la personalidad moral y civil toda su majestad; pero irá más allá del liberalismo al cancelar la insularidad del hombre obligándolo a engarzarse en la atmósfera de los valores, las necesidades y los fines de la sociedad, entendida ésta simultáneamente como un organismo económico y como entidad espiritual.»
Como se aprecia, una plataforma que bien puede coincidir con la nueva socialdemocracia que se está reestructurando en Europa, con el pensamiento roosveltiano, con una posición de reforma y no de revolución que pretende cambiar la sociedad pero sin llegar a desarticularla, matizada -además- por un nacionalismo que tampoco era infrecuente en ese mundo convulsionado de la inmediata postguerra. Este equilibrio entre extremos trata de presentarse entonces como modernizador, pero a la vez inofensivo, como lo expresa la siguiente conclusión: «Pero el hecho de que un gobernante profese una mentalidad socialista, es ya una garantía de que nuestro feudalismo remanente será suavizado con medidas discretas en defensa de los trabajadores…»
¿Será apenas suavizado el feudalismo remanente, con medidas discretas, incapaces de despertar intensos sentimientos en su contra? ¿Logrará Arévalo, ya en la presidencia, transitar un camino de ecuanimidad y de moderación, controlando las diversas fuerzas que lo apoyan y sobreponiéndose a las diferentes aristas que surgen de su propio pensamiento y de su fuerte personalidad? ¿Logrará crear, como lo postulaba su programa de gobierno, «un ambiente de libertad y seguridad económicas a fin de que cada habitante del país pueda desarrollar al máximo su capacidad de producción»?