6.3 La oposición se organiza
Después de la destitución de los magistrados de la Corte la oposición, en su gran mayoría, asumió que el gobierno de Arbenz había perdido su legitimidad y comenzó a organizar acciones que buscaban el derrocamiento del régimen por la fuerza. La primera de ellas fue la de Salamá, una tentativa poco afortunada de producir un levantamiento cívico-militar para derrocar al gobierno. La conspiración contaba con ramificaciones en el ejército y entre varios grupos de civiles, pero no logró coordinar todas las fuerzas disponibles, que no eran pocas, y fracasó estrepitosamente.
El 28 de marzo en la noche un grupo de alrededor de 300 rebeldes y oficiales descontentos tomó la ciudad de Salamá, capital de la Baja Verapaz, después de dinamitar los puentes e incomunicar así esa plaza con el resto de Guatemala. El grupo, dirigido por el mayor Manuel de Jesús Juárez y el capitán Francisco Urízar –ambos de baja en ese momento- logró mantener la ciudad por unas 18 horas pero, al no recibir ayuda del exterior, fue aplastado por las tropas del ejército que recibieron fuerte apoyo aéreo.
Carlos Simons fue uno de los principales organizadores de la operación. Con la promesa de aviones que vendrían de la República Dominicana y un grupo de pilotos guatemaltecos dispuestos a manejarlos, con un arsenal de unas 250 ametralladoras que había logrado obtener de diversas fuentes y centenares de bombas incendiarias que habían fabricado, los alzados se proponían, inicialmente, concentrarse cerca de Salamá para proseguir hacia Zacapa y tomar la guarnición. Pero al llegar cerca de ese sitio con las bombas y los ametralladoristas que había reclutado, Simons se encontró conque los campesinos que iban a participar en la operación –unos 160, según su testimonio- se habían retirado ya, debido a que Mario Sandoval Alarcón, otro de los dirigentes de la frustrada revuelta, había dispuesto súbitamente un cambio de planes. Toda la operación, de este modo, quedó desarticulada. No había forma ya de intentar la ocupación de Zacapa pero, en tanto, el otro grupo estaba ya en Salamá y había consumado una acción irreversible. Divididas así las fuerzas la ocupación de esa plaza quedó como un hecho aislado, fácilmente controlable por las fuerzas del gobierno, que contaba aún con bastante apoyo entre los militares. Estos, a pesar de la creciente oposición interna que existía, no estaban sin embargo dispuestos a alzarse de una vez contra el gobierno o, en todo caso, no tenían mayor intención en participar en una acción dirigida por civiles, circunstancia que les producía no poca desconfianza.
Lo que sucedió, en suma, es que no hubo una dirección coordinada del levantamiento y que figuras importantes entre los organizadores decidieron, cada quien por su cuenta, lo que se debía hacer. El resultado fue la escuálida acción de Salamá, que no tuvo futuro estratégico por lo aislada que quedó la ciudad, mientras algunos abandonaban la conspiración, otros escapaban y otros eran rápidamente capturados por las fuerzas del gobierno, que ya habían sido informadas de la tentativa insurreccional. Entre los líderes apresados y luego exiliados estaban Juan Córdova Cerna y el coronel Guillermo Flores Avendaño, ambos de amplia participación en los pasados sucesos de 1944. En total hubo varios muertos –algunos fusilados-, muchos heridos y más de 150 detenidos, pues el gobierno reprimió sin contemplaciones no sólo a los alzados, sino a muchas figuras y elementos de la oposición que –en algunos casos- no estaban involucrados para nada en la frustrada sublevación.
Ya desde finales de 1951 había quedado claro que la oposición contaba con dos figuras principales que competían, en alguna medida, para asumir el rol de líderes en la lucha contra Arbenz. Ambas estaban ya en el exilio: hacia San Salvador había salido Miguel Ydígoras Fuentes, el general que había quedaddo segundo en las elecciones del año anterior, mientras que Carlos Castillo Armas, después de la frustrada acción de La Aurora previa a esos comicios, había logrado fugarse de la cárcel y emigrar hacia Honduras. El coronel, un hombre muy inteligente y de origen social humilde, se había destacado como oficial durante los años cuarenta llegando a ser, probablemente, la figura más articulada intelectualmente de los militares que participaran en la revolución de 1944. Uno de los principales aranistas dentro del ejército, había intentado, como vimos en el capítulo 4, derrocar al presidente Arévalo justo antes de que se realizaran las elecciones de 1950 para impedir el ascenso de Arbenz al poder. Llevado a la Penitenciaría Central, y apoyado por un grupo al que se denominaba “Los Pegasos” -y tal vez con el apoyo velado del director de la prisión, coronel Oscar Girón Perrona- cavó un largo túnel que le permitió salir a la calle cerca de esa cárcel y abordar un automóvil que lo esperaba para llevarlo a la Embajada de Colombia. El carro estaba tripulado por Mario Sandoval Alarcón y a su lado estaba Ramiro Padilla, otro militante oposicionista.
Con el aura un tanto romántica de esta aventura, y con el indudable prestigio que poseía desde 1944, el coronel Castillo Armas había logrado encabezar uno de los varios grupos que, desde el exilio o desde Guatemala, trataban de organizar un movimiento armado para derrocar al presidente Arbenz. Pero no eran los únicos: aparte del mencionado Ydígoras, que también tenía sus seguidores, existían varias otras personalidades y grupos que buscaban el mismo objetivo y que, como en el caso de Salamá, no actuaban coordinadamente sino cada cual por su cuenta, oponiéndose a veces con pugnacidad a los otros, y debilitando por tanto la posibilidad de cualquier acción exitosa contra el gobierno.
Para superar este grave inconveniente, y gracias al trabajo de muchas personas que buscaban la unidad de estos esfuerzos, los dos principales líderes exiliados habían firmado el 31 de marzo de 1952, en San Salvador, lo que se llamó el “Pacto de Caballeros”: un compromiso por el que ambos jefes político militares unificarían sus fuerzas bajo el mando supremo de Castillo Armas quien, de triunfar el movimiento, asumiría “todos los poderes de la Nación” y organizaría elecciones libres para que “seguramente” el “General e Ingeniero Miguel Ydígoras Fuentes” pudiese llegar a la presidencia del país. Ambos signatarios se comprometían, además, a “afianzar y defender las conquistas alcanzadas por el trabajador guatemalteco en la Revolución del 20 de Octubre de 1944, y a hacer de estas conquistas una realidad para el bienestar de obreros y trabajadores y no una explotación demagógica de líderes.”
A pesar de este compromiso, sin embargo, las fuerzas de oposición siguieron dispersas y enfrentadas muchas veces entre sí por lo menos durante más de un año. Pero, al profundizarse la reforma agraria y adquirir el gobierno de Arbenz un sesgo cada vez más proclive al comunismo, la oposición aumentó sus fuerzas, trató de hacer un trabajo político más coordinado y, a partir de mediados de 1953, el gobierno norteamericano se decidió a intervenir también de modo más directo, apoyando a los opositores y tratando de que formaran un frente de lucha realmente unificado, algo que parecía imprescindible después de Salamá. Según los testimonios que poseemos fue Juan Córdova Cerna uno de los principales artífices de estos compromisos, que culminaron en el lanzamiento de la operación PBSuccess, “destinada y orientada a resolver el problema [que planteaba] Guatemala” en el contexto de la Guerra Fría.
El documento que fijó las bases para la unificación de los anticomunistas fue el llamado Pacto de Tegucigalpa, un texto que elaborara básicamente el mismo Juan Córdova Cerna y que fue firmado por Castillo Armas, en Tegucigalpa, el 13 de agosto de 1953 y por Ydígoras Fuentes, en San Salvador, al día siguiente. El acuerdo comienza por ratificar el anterior Pacto de Caballeros y, luego de una extensa exposición sobre materias sociales y económicas que sirve para afirmar y desarrollar las ideas de la revolución de 1944 en una línea que podríamos llamar ‘de centro’ –pues se oponen tanto al legado ubiquista como a las acciones izquierdistas de Arbenz- concluye con un acuerdo para “[t]omar todas las medidas necesarias para el inmediato y eficaz cumplimiento de los compromisos contraídos, a fin de iniciar dentro del menor término posible, la lucha por la liberación de nuestra Patria.”
6.4 Preparando la batalla final
“Con el apoyo del exterior asegurado y el compromiso de aunar esfuerzos, el anticomunismo guatemalteco estaba en condiciones de planear y ejecutar su propio esquema”. Había suficiente inquietud al interior de Guatemala, lo que permitía contar con un movimiento de resistencia local cada vez más importante, y existía un número creciente de exiliados en el exterior que, con un liderazgo unificado y el apoyo del gobierno de los Estados Unidos –país que podría proporcionar armas y financiamiento- garantizaban que pudiese realizarse un ofensiva armada con posibilidades de éxito.
Porque a lo largo de 1953, pero sobre todo a partir de 1954, la oposición al régimen fue creciendo y a la vez organizándose de un modo mucho más eficaz y sistemático. En primer lugar porque otra importante institución volcó todo su peso en contra del gobierno: la Iglesia Católica. Monseñor Mariano Rossell y Arellano, un decidido anticomunista que conocía bien los sentimientos piadosos de su pueblo y que estaba sumamente preocupado por el hostigamiento de Arbenz hacia la iglesia, organizó una gran peregrinación nacional del Cristo Negro de Esquipulas, una imagen que era venerada desde hacía siglos por la población. “Rossell y Arellano colocó una copia del Cristo Negro de Esquipulas, realizada por el artista Julio Urruela, en un camioncito y la llevó en peregrinación y rogativa por todo el país.” El Cristo fue proclamado luego “Capitán General del Ejército de la Liberación” por quienes se alzarían en definitiva contra Arbenz.
La peregrinación del Cristo Negro de Esquipulas tuvo un efecto político cuya importancia es difícil de exagerar. Por una parte sirvió para congregar amplias multitudes que encontraron así la confirmación de que la oposición a Arbenz era masiva y se extendía por todos los estratos de la población. Por otra parte dio un aval moral a quienes creían que era imprescindible actuar contra la penetración del comunismo en el país, por cualquier medio que fuese, pues la jerarquía católica se pronunciaba abiertamente en su favor.
En efecto, una dura carta pastoral, “Sobre los Avances del Comunismo en Guatemala”, difundida en abril de 1954, presentó finalmente al público la posición política de una iglesia que, si bien se sentía comprometida con los avances sociales de la revolución de 1944, denunciaba al comunismo ateo como un peligro inminente para el país y reclamaba la acción de sus hijos para defender la patria en peligro: “Estas palabras del Pastor quieren orientar a los católicos en justa, nacional y digna cruzada contra el comunismo. El pueblo de Guatemala debe levantarse como un solo hombre contra el enemigo de Dios y de la Patria. Nuestra lucha contra el comunismo debe ser, por consiguiente, una actitud católica y nacional”, decía el prelado.
En la ciudad capital, entretanto, y en algunas otras partes del país, multitud de personas se organizaban para dar apoyo a Castillo Armas y su inminente acción armada. La mayoría eran jóvenes, algunos apenas adolescentes, que repartían hojas impresas, recogían fondos, hacían pintadas con el número 32 (en referencia al artículo de la constitución que prohibía las ideologías ‘extranjeras’, como el comunismo o el nazismo), y llegaron a organizar –sobre todo al final de la lucha- algunos actos de sabotaje contra líneas férreas y otros objetivos tácticos. Los hermanos Héctor (Yeto) y Domingo (Mingo) Goicolea, de activa participación en el ambiente estudiantil, eran dirigentes importantes en esta lucha que, debido a la represión en aumento, adquirió desde 1954 contornos clandestinos. Los jóvenes funcionaban en pequeños grupos, muy parecidos a las células características de los comunistas, se comunicaban con una sola persona fuera de su círculo y adoptaban todas las normas del sigilo propio de la clandestinidad.
Porque, en todo caso, la represión así lo imponía. El gobierno de Arbenz conocía perfectamente de la conspiración que se tramaba en su contra, de las actividades de Castillo Armas en Honduras –que poco a poco iba aumentando el número de los comprometidos con la acción armada- y del apoyo que, desde ese país, Nicaragua y los Estados Unidos, recibía o podía recibir el militar exiliado. El 30 de enero de 1954 el presidente Arbenz “denunció que existía un movimiento contrarrevolucionario destinado a derrocarlo mediante una intervención extranjera” y al día siguiente el congreso aprobó el Decreto 1036, que declaraba a Miguel Ydígoras Fuentes y Carlos Castillo Armas “traidores a la patria”.
Pero, más allá del plano simplemente declarativo, el gobierno procomunista decidió, por una parte, acelerar su acción represiva, en tanto que a la vez se disponía a aumentar su capacidad de respuesta política y militar. Las detenciones y los cateos a casas de dirigentes opositores, ya frecuentes después de Salamá, aumentaron desde comienzos del nuevo año y se hicieron más intensas a medida que las noticias sobre el posible ataque de Castillo Armas iban dando contornos más concretos a su posible invasión.
Mientras así se trataba de poner freno a los avances anticomunistas, se procedía también a fortalecer las filas de los partidarios del gobierno. La situación económica, en 1954, ya no era realmente buena: si bien la reforma agraria no había producido la catástrofe alimentaria que muchos opositores había predicho, había sin embargo “escasez de azúcar y de carne” y un aumento constante de precios que reducía la capacidad adquisitiva de los salarios. El turismo se había reducido a la mínima expresión y existía una fuga de capitales que tendía a desvalorizar el quetzal, la moneda nacional que tenía paridad con el dólar. “En la medida en que se iba apreciando la distancia entre las promesas del gobierno de espectaculares ganancias económicas y la realidad que se vivía, el entusiasmo de las masas se iba desvaneciendo”. Esto no quiere decir que hubiese un profundo descontento entre los trabajadores y campesinos, o que el gobierno corriese el riesgo de enfrentar protestas o acciones en su contra, pero sí que decrecía el número de sus partidarios entre los sectores medios urbanos y que, de las ‘masas populares’, sólo se podía contar con la parte más organizada y politizada, con la ‘vanguardia’, para emplear los términos que usualmente utilizaban los marxistas.