1.1 Guatemala, la noche del 19 de octubre de 1944
La noche del jueves 19 de octubre de 1944 fue crucial para el destino de Guatemala. La capital, a pesar de contar con menos de 300.000 habitantes y de poseer pocos automóviles y edificios modernos, era sin embargo la ciudad más importante de Centroamérica, el eje indisputado de la vida política y cultural del país, el centro de cualquier acontecimiento de importancia que pudiera producirse. En la noche que hemos elegido para comenzar este relato, la ciudad de Guatemala estaba como en suspenso porque, debido a la situación política del país, se había extendido un “ambiente tan siniestro, tan tenso, tan inquietante”, que la gran mayoría había desertado por completo de las calles y esperaban en sus casas atentos a lo que diversos y contradictorios rumores les auguraban. Se extendía entre la población una sensación de derrota, de frustración, de fracaso, ante lo que se percibía como la afirmación implacable de una nueva dictadura, la del poco carismático general Federico Ponce Vaides.
Pero no todos compartían estos deprimentes sentimientos. Muchos, en especial los jóvenes de cierta posición y los turistas que –en la Gran Flota Blanca de la United Fruit Company, arribaban al país y se alojaban en el Hotel Palace- estaban a la expectativa de la inauguración de un nuevo cabaret, el Casablanca, que con su decorado árabe inspirado en la reciente y ya famosa película de Humphrey Bogart, prometía aumentar la vida nocturna de una capital que todavía estaba muy lejos de ser una metrópolis. El Casablanca quedaba justo frente al Hotel Palace y era propiedad de Chicuco Palomo, un cantante muy conocido en el país que había pasado largas temporadas en los Estados Unidos. Las puertas se abrieron temprano, a las cinco de la tarde, mostrando a la gente que llegaba un interior “adornado con muchas flores y luces”; entre ellos se contaban personas de la “alta sociedad” y miembros del cuerpo diplomático y consular”. A las siete en punto “la orquesta comenzó a tocar el conocido tema musical de la película”, que –con su voz de barítono- cantó el propio Chicuco Palomo.
Mientras unos se recogían temprano y otros, felices, se disponían a pasar una noche divertida y tal vez memorable, en otro lugar de la ciudad, en el cuartel llamado la Guardia de Honor, se comenzaban a desenvolver los hechos que en pocas horas cambiarían por completo la faz del país. Allí había expectación, nerviosismo, la inevitable tensión que siempre acompaña a un levantamiento militar cuyo desenlace es siempre imprevisible.
A las 9 de la noche sonó el lúgubre toque de silencio que obligaba al personal a recogerse en sus cuadras. Pero no todos lo hicieron del modo habitual: los que ya conocían de la conspiración y se preparaban para tomar parte en las acciones que habrían de desarrollarse se acostaron vestidos, con los zapatos puestos, preparados para pasar de inmediato a la acción. Un puñado de hombres comenzó, al poco rato, a poner en marcha lo que habían programado y meditado durante algunas semanas y que ahora, por razones diversas, no podían darse el lujo de postergar ni un día más. Era a case of do or die, un caso de actuar o morir, como decía precisamente la canción de la película Casablanca.
En pocas horas la ciudad de Guatemala se vio sacudida por los “ruidos infernales” propios de la guerra: el alzamiento pronto se convirtió en una verdadera revolución y el gobierno de Ponce, en menos de doce horas, se vio sustituido por una Junta de Gobierno integrada por el Mayor Francisco Javier Arana -líder del levantamiento de la Guardia de Honor-, el capitán Jacobo Arbenz y un civil, el ciudadano Jorge Toriello, que también habían estado conspirando contra Ponce. La revolución del 20 de Octubre había triunfado.
Nuestro relato se abre con estos hechos cruciales para poder situar al lector en el instante privilegiado que, prácticamente, todos reconocen como el inicio de la Guatemala moderna. Pero no podemos continuar con la descripción de estos acontecimientos ni ahondar en su desarrollo si no nos detenemos, aunque sea de un modo sucinto, en los antecedentes inmediatos de la situación que nos ocupa. ¿Quien era Ponce Vaides y cómo había llegado a detentar el poder? ¿De donde surgía, en esa madrugada del 20 de Octubre, la fuerza arrolladora de un movimiento del que derivarían luego posiciones encontradas y hasta conflictos sangrientos? ¿Cómo era esa Guatemala de mediados del siglo XX que se lanzaba, sin demasiada preparación, a recorrer los caminos de una revolución que nadie era capaz de definir con entera exactitud? A responder estos interrogantes dedicaremos, por lo tanto, las siguientes páginas.
1.2 La sociedad tradicional y el largo gobierno de Ubico
La Guatemala donde se produjeron los hechos que acabamos de mencionar era un país rural, bastante atrasado, que tenía apenas unos tres millones de habitantes. Más de la mitad de ellos pertenecían a diversos grupos indígenas que reconocían sus ancestros en la gran cultura mesoamericana que denominamos como maya, aunque hablaban diversas lenguas y tenían costumbres que variaban de una región a otra. Permanecían apartados de la vida política del país, dedicándose en buena medida a la agricultura de subsistencia, aunque se integraban a la corriente principal de la economía a través de relaciones de trabajo que eran, todavía, no voluntarias y muy semejantes a la servidumbre.
Guatemala había sido, en tiempos de la dominación hispánica, una colonia relativamente pobre, donde no se encontraban ni el oro ni la plata que con tanto afán buscaban los conquistadores. Pero, gracias a contar con una amplia población autóctona y debido también a factores geográficos y climáticos, se había convertido en la sede de una Audiencia y una Capitanía General que se extendía por todo el istmo centroamericano y abarcaba una buena parte de lo que hoy es el sur de México. El régimen republicano, establecido luego de un proceso de independencia que se consumó de modo pacífico, no fue capaz de mantener la unidad de la colonia, que se vio reducida a una extensión mucho menor mientras se desprendían de ella otras repúblicas independientes: Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica. Las Provincias Unidas de Centroamérica naufragaron, como institución política, en medio de conflictos internos que en varias ocasiones llegaron a convertirse en enfrentamientos armados.
Dominada alternativamente por conservadores y liberales –al igual que casi todo el resto de la América Latina- Guatemala adoptó como forma de gobierno la de una democracia restringida, que degeneró en sucesivas y largas dictaduras con intervalos de inestabilidad que, sin embargo, no llegaron a la anarquía abierta que vivieron otras naciones del continente. La población indígena nunca alcanzó a obtener una real participación en ese sistema político y, si bien se realizaron algunos intentos de integrarla, permaneció prácticamente al margen de la toma de decisiones nacionales, apartada en su mundo agrícola y tradicional.
En el último cuarto del siglo XIX, a partir de la llamada reforma liberal, se fue desarrollando en Guatemala un lento proceso de modernización: se implantó y extendió una agricultura de exportación basada en el cultivo del café -en la que participó una vigorosa inmigración alemana- y se creó cierta infraestructura física, aunque poco se avanzó en cuanto a la urbanización y la alfabetización de un país que continuó siendo básicamente rural. En el campo, junto a una amplia economía de subsistencia indígena, predominaban condiciones de trabajo de tipo servil, pero la ciudad de Guatemala se iba convirtiendo, poco a poco, en una urbe más dinámica y socialmente diversificada, heredera de la importancia que había tenido como centro político desde tiempos coloniales.
Luego de la larga dictadura de Estrada Cabrera, concluida en 1920, se abrió un período de inestabilidad que, en realidad, duró más de 10 años. Finalmente el general Jorge Ubico Castañeda (1878-1946) -que ya se había presentado a las elecciones de 1926 siendo derrotado entonces por el candidato oficial, el general Lázaro Chacón- logró triunfar en las elecciones de 1931: si bien se presentó como candidato único, encabezando el recién fusionado Partido Liberal Progresista, contó con el amplio apoyo de una población que lo percibió, en su momento, como la persona capaz de sacar a Guatemala de la severa crisis, política y económica, en que se encontraba para tal momento. Eran los tiempos de la Gran Depresión de la economía mundial, iniciada poco antes con el famoso crack de la bolsa de Nueva York de octubre de 1929, y toda la América Latina, como buena parte de Europa y Asia, se inclinaba hacia el autoritarismo.
Un hombre inteligente, dinámico y temperamental -obsesionado por lograr y retener la totalidad del poder- Ubico gobernó con mano de hierro a Guatemala, restableciendo el orden y controlando hasta los detalles más ínfimos de la vida nacional: sus recorridos en motocicleta por el interior y su forma de examinar y juzgar en el terreno el trabajo de los funcionarios públicos se hicieron legendarios, lo mismo que las acciones de una policía y un poder judicial implacables en su oposición al delito y la corrupción… y también a toda forma –aun las más incipientes- de posible oposición. Ubico fue además un excelente administrador. Ante unas finanzas públicas que se encontraban al borde del colapso tomó la medida de reducir los sueldos de los empleados públicos en nada menos que el 40%. Tal medida, sin embargo, no despertó gran resistencia entre estos, porque el gobierno volvió a pagarles en efectivo, con lo cual desapareció el oneroso sistema de ‘tarjetas’ que entonces recibían y que los obligaba a revenderlas con un fuerte descuento.
En su primer período de gobierno el general Ubico completó la centralización del poder con una ley sobre los municipios, promulgada en 1935, que reemplazó los alcaldes elegidos localmente por intendentes nombrados por él mismo. Ya antes, en 1934, había decretado la cancelación total de las impagables deudas que los peones tenían con sus haciendas, deudas que los ataban a perpetuidad a trabajar por sus patronos por salarios ínfimos. El Decreto Legislativo 1995, específicamente, declaraba nula y saldada cualquier deuda que existiese al respecto, con lo que se daba un paso importante en la modernización de las relaciones de trabajo en el país. Pero, como se temía que entonces comenzase a escasear la mano de obra para las fincas, Ubico inmediatamente promulgó otras leyes que, sin duda, permitieron que continuara la sujeción de la población campesina e indígena del país. En particular cabe destacar la Ley contra la Vagancia, Decreto Legislativo 1996 de mayo de ese mismo año, que obligaba a todo campesino que no poseyese un mínimo de tierras a trabajar cierta cantidad de días al año al servicio de un hacendado; si esto no podía comprobarse mediante la correspondiente libreta de trabajo, que debía firmar el mismo patrono, el peón tenía entonces que trabajar en el servicio público de caminos según lo establecía otra ley, la de vialidad. Gracias a estas medidas Ubico logró mantener el control de la población rural y, de paso, ampliar de modo continuo la infraestructura vial del país, a la que se había prestado muy poca atención en épocas anteriores.
Ubico había prometido no prolongar su mandato más allá de su término constitucional, que finalizaba en 1937. Pero, obtenido el control político del país y en un ambiente de orden y de recuperada prosperidad, el general presidente logró, después del necesario cambio en la Constitución, hacerse reelegir en 1937 para un nuevo período de seis años. La escasa oposición fue desarticulada, apresados y ejecutados sus principales cabecillas, y llevado al exilio el abogado Jorge García Granados, quien había asumido la defensa de los acusados. De allí en adelante se consolidó una dictadura férrea, que dejó nulos espacios a sus opositores: Ubico, como tantos otros gobernantes latinoamericanos quedó como el caudillo a quien no se podía disputar el poder so pena de sufrir las más serias consecuencias: “encierro, destierro o entierro”, como se decía en aquellos tiempos.
Simpatizante –al igual que muchos otros líderes en América Latina- de los regímenes autoritarios de derecha que, como el de Mussolini en Italia y el de Franco en España, se iban extendiendo por el mundo en esa época, Ubico sin embargo comprendía que no podía distanciarse de la principal potencia regional, los Estados Unidos, con la que siempre mantuvo excelentes relaciones. Había sido apoyado ya por el país del norte, en 1931, en ocasión de su ascenso a la presidencia, y había luego conservado inmejorables relaciones con las empresas norteamericanas, en especial con la poderosa United Fruit Company, la “frutera” -como se la solía llamar.
En lo que se refiere al ejército, además, Ubico también decidió –y lo hizo desde el comienzo de su mandato- estrechar los lazos con los Estados Unidos. Invitó así a oficiales norteamericanos para que se hiciesen cargo de la dirección de la Escuela Politécnica, asumiendo un importante papel en la formación de los cadetes, pues incluso muchos de los manuales utilizados para la enseñanza provenían de aquel país. Esta política de acercamiento, que permitió una influencia importante del país del norte sobre el ejército -una institución decisiva, en todo sentido, para Guatemala- contradice de plano las versiones que presentan a Ubico como un mero simpatizante de los nazis y obliga a matizar lo referente a sus posibles inclinaciones fascistas.
Como consecuencia de todo esto, al estallar la Segunda Guerra Mundial, Ubico mantuvo una prudente política de neutralidad y se apresuró a declarar la guerra al Eje cuando, el 7 de diciembre de 1941, los japoneses bombardearon Pearl Harbour e hicieron que los Estados Unidos entrasen en la gran contienda. Guatemala declaró la guerra al Japón al día siguiente y al Reich Alemán el 11 de diciembre. Como parte de esa misma política el gobierno, además, intervino las fincas de muchos ciudadanos alemanes que se dedicaban principalmente al cultivo del café para la exportación, y las expropió finalmente algo después, en junio de 1944. Más de doscientos de los ciudadanos alemanes que no habían aprovechado la oportunidad que les diera Ubico, en 1938, de obtener la nacionalidad guatemalteca, fueron deportados a los Estados Unidos al poco tiempo, donde fueron detenidos e internados, enviándose a muchos de ellos a Alemania.
El gobierno norteamericano supo valorar el apoyo político prestado por el presidente de Guatemala, que incluso dio permiso para que se instalaran tres bases militares de ese país en su territorio: ellas fueron las de La Aurora, muy próxima a la capital, la del Puerto de San José, en el Pacífico, y la de Puerto Barrios, en el Caribe. Por tal razón, los Estados Unidos proporcionaron una buena cantidad de armamento para modernizar el obsoleto arsenal existente, incluyendo varias piezas de artillería y 12 tanques, que Ubico envió al cuerpo militar de elite encargado de protegerlo, la Guardia de Honor, en la que tenía depositada su confianza.
Jorge Ubico, como se habrá podido apreciar, no era un demócrata. Deseoso de mantener el poder casi absoluto del que disfrutaba decidió reelegirse nuevamente, en 1943, para lo cual contó con un dócil congreso que aprobó la correspondiente modificación constitucional: sólo un diputado, Luis Felipe Valenzuela, tuvo el valor de oponerse a la propuesta, que prolongaba el mandato de Ubico hasta 1949. Valenzuela, que no fue encarcelado ni perseguido por esta actitud, se haría acreedor a una cerrada ovación de los estudiantes de derecho algunos meses después.
La prolongación del mandato presidencial, predecible sin duda dadas las características caudillistas del régimen, suscitó sin embargo un malestar mayor al esperado: no de inmediato, ni de un modo directo, pero sí como una corriente subterránea de oposición que iría creciendo hasta convertirse, al año siguiente, en un movimiento irreprimible.
1.3 La caída de Ubico
La sociedad guatemalteca, rural y tradicional como era, no aceptó con absoluta pasividad la perpetuación de una dictadura que así amenazaba con prolongarse por 18 años. El malestar se extendió entre algunas figuras políticas que habían tenido que salir al exilio –o que se mantenían apartadas en una especie de exilio ‘diplomático’, como lo hacía el embajador en Estados Unidos, Adrián Recinos. Pero el núcleo fundamental del descontento, la chispa que encendió los sucesos de 1944, provino de los estudiantes.
Sólo existía en aquella época una universidad, la Nacional, fundada en tiempos de la colonia con el nombre de Universidad de San Carlos (USAC), que entonces contaba apenas con unos 1.500 o 2000 estudiantes. El dictador desconfiaba de ella, por lo que la había sometido a un control absoluto, interviniendo incluso personalmente en la designación de todas sus autoridades. Entre los estudiantes, sin embargo, se iba extendiendo un creciente malestar ante la larga dictadura, un descontento agravado entre otras cosas por el regalo de 200.000 quetzales (equivalentes a $ 200.000) que el congreso había otorgado al general Ubico en 1940.
A partir de ese mismo año se habían fundado, o refundado en algunos casos, varias asociaciones de estudiantes que se interesaban por mejorar los estudios en las diversas facultades de la universidad: la de Economía, la de Ingeniería, la de Ciencias Naturales y Farmacia, la de Medicina, la de Odontología y la de Derecho, la más importante de todas. Realizaban actos culturales de diverso tipo, programaban conferencias, promovían la redacción de algunos artículos para la prensa y, en fin, se ocupaban de asuntos básicamente estudiantiles. Pero -en un clima internacional cada vez menos tolerante hacia las dictaduras, pues la Segunda Guerra Mundial era peleada, por los Aliados, como una cruzada por la democracia y contra el autoritarismo- los estudiantes comenzaron poco a poco a politizarse. Las “cuatro libertades” que proclamaba al mundo el presidente Roosevelt en la Carta del Atlántico penetraban en su conciencia como metas a las que también, en este rincón del mundo, se tenía derecho.
Las diversas asociaciones mencionadas comenzaron a tener contactos entre sí y a cuestionar a las autoridades universitarias, siempre tan sumisas al poder del caudillo. El 18 de agosto de 1943 se realizó un congreso que culminó con la fundación de la AEU, la Asociación de Estudiantes Universitarios de Guatemala. El régimen de Ubico permaneció atento a estos acontecimientos pero no tomó mayores medidas represivas: no había, hasta entonces, motivo alguno para hacerlo.
Un suceso del exterior, sin embargo, inició en abril del año siguiente los acontecimientos que habrían de terminar con el gobierno del general. En un ambiente cada vez más favorable a la democracia, pues ya cabían muy pocas dudas respecto al desenlace de la guerra mundial, se produjo en El Salvador un movimiento de resistencia liderizado por los estudiantes que, luego de una huelga general, acabó con la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez, quien gobernaba la vecina nación también desde 1931. Los hechos tuvieron rápida y directa repercusión en Guatemala: los estudiantes lanzaron un manifiesto de apoyo a sus compañeros salvadoreños y se dispusieron también a actuar.
La lucha comenzó por algo que políticamente puede parecer tal vez trivial, el reclamo por reemplazar algunos decanos de la universidad. Ya esto había ocurrido, y con éxito para los estudiantes, en 1938, 1940 y 1942, en las facultades de Derecho y de Ciencias Naturales. Pero en mayo de 1944 se inició un nuevo movimiento, más politizado esta vez, más unificado y coordinado: hacia mediados de mes fueron los estudiantes de derecho quienes exigieron el cambio de sus autoridades, a los que siguieron a los pocos días los de la Facultad de Economía. El gobierno, aceptando en principio las demandas, reaccionó de un modo que exaltó aún más los ya caldeados ánimos: removió los decanos cuestionados pero nombró, en su reemplazo, a varias figuras todavía más repudiadas por los estudiantes. Se produjeron reuniones y asambleas mientras la AEU, ya más organizada, iniciaba contactos para incorporar a sus filas a los maestros, todavía no organizados en el país. Estos, cansados de tener que participar de modo obligado en los desfiles a los que, en ocasión de diversas efemérides, los forzaba el régimen -incluyendo largos y penosos ensayos bajo supervisión militar- también estaban dispuestos a trabajar contra el gobierno.
“El 19 de junio la Facultad de Derecho protestó en masa: la Asociación ‘El Derecho’ que representaba a la primera, se declaró en estado de huelga”. A este pronunciamiento, con los ánimos ya soliviantados, le siguieron otros similares hasta que el día 21 se produjo lo impensable: los estudiantes –a los que se les habían unido los maestros- presentaron una especie de ultimátum, reclamando la autonomía de la universidad y varios otros puntos de naturaleza académica, bajo la amenaza de ir a la huelga general, con suspensión de los servicios que prestaban en escuelas, tribunales y hospitales, si sus peticiones no se atendían. El documento fue presentado a las autoridades al día siguiente por la mañana y ese mismo día, comprendiendo ya la magnitud del movimiento que tenía ante sí, Ubico declaró el estado de emergencia, con el correspondiente cierre de la universidad.
Tal vez el general pensaba que, con estas medidas, podría ponerse fin a una agitación que, hasta el momento, se había confinado exclusivamente al ámbito universitario. Pero el movimiento no se detuvo, al contrario, creció en intensidad frente a la respuesta represiva que le había dado el gobierno. Para el sábado 24, “a las 11 de la mañana, principiamos a recorrer las calles, en las banquetas, caminando, cientos de gentes vestidas respetuosamente de luto. Vamos pasando por la embajada de Estados Unidos. Espontáneamente, sin haberse de puesto de acuerdo nadie, es el único lugar donde la gente principia a palmear, a chocar una mano con otra en forma casi rítmica a como vamos caminando”, nos dice Gabriel Martínez del Rosal, uno de los participantes. Otro, Manuel Galich, nos relata la llegada al punto final de la convocatoria: “Una columna de uno o dos centenares de estudiantes y maestros desfilaron frente al Palacio nacional, silenciosamente, con las manos a la espalda y con paso lento”. Debe haber sido impresionante verlos así, sin palabras, sin rótulos visibles, vestidos de oscuro, aproximarse al centro del poder: no era poca la valentía de estos jóvenes que desafiaban abiertamente, aunque de un modo mesurado, a un régimen capaz de mostrar singular dureza.
Pero nada especial sucedió en aquel momento. El desfile cívico concluyó en paz y, en apariencia, la normalidad retornó a la ciudad. Pero sólo por muy pocas horas. Esa misma tarde, tal vez estimulados por la falta de abierta represión, los líderes estudiantiles –el mismo Manuel Galich que acabamos de mencionar, los hermanos Mario y Julio César Méndez Montenegro, Julio Valladares Castillo, Armando Sandoval Alarcón, entre otros- convocaron a otra manifestación y, esta vez sí, los acontecimientos se aceleraron. Cuando los estudiantes marchaban por la 6ª. Avenida, hacia el Palacio de Gobierno, la gente que estaba en la calle, en las aceras, como espectadora pasiva de la marcha, comenzó de pronto a unirse a los manifestantes. El pueblo, diríamos así, bajó a la calle, se unió a los universitarios y maestros, y comenzó a gritar “¡La renuncia!”
Al día siguiente, domingo, después de una noche que se vivió en tensa calma, la gente volvió a la calle. Había miedo, porque los rumores decían que Ubico había ordenado que se tirara a matar, pero los estudiantes salieron igual: muchos recuerdan que se confesaron previamente, porque pensaban que la lucha era a muerte y se estaba llegando al momento final: “era él o nosotros”, nos dice una participante. Pero Ubico no tiró a matar esta vez, aunque hizo algo que, desde el punto de vista político, resultó todavía mucho peor: sus tropas lanzaron bombas de fósforo a los manifestantes, causando quemaduras a varios de ellos, incluyendo a Armando Sandoval, uno de los mencionados líderes universitarios. La acción habría de tener muy pronto severas repercusiones, pues los médicos que atendieran a los heridos, indignados, propagaron la noticia rápidamente por toda la pequeña ciudad.
Los estudiantes, para no perder el ritmo de la acción, organizaron esa misma tarde otra manifestación, esta vez de mujeres. La convocatoria fue para las tres de la tarde, en la iglesia de San Francisco, en la 13ª. Calle, a la que fueron llegando con temor, pero con indudable valor, estudiantes, maestras, muchachas de las familias más tradicionales y también del pueblo, muchas de las cuales habían salido de sus casas sin anunciar a sus familias lo que se proponían hacer. Cuando ya la iglesia estaba llena, a eso de las cuatro, se decidieron a salir. Lo hicieron de dos en dos, avanzando primero por la trece calle hasta la 6ª. Avenida, cuando escucharon que –desde atrás- se aproximaba la policía montada, con sus sables y sus enormes caballos. En la 6ª. Avenida había ya apostados muchos soldados, con fusiles de 7mm, que –al verlas- comenzaron a disparar.
En ese momento fue que cayó la única víctima fatal que produciría la acción: María Chinchilla, una maestra, que según testigos llevaba puesto un saco rojo sobre su vestido negro, recibió en ese momento un fatal balazo en el pómulo que la dejó sin vida sobre la calle. Las mujeres se dispersaron, naturalmente, refugiándose en las casas que les abrían sus puertas, en comercios y en iglesias cercanas. En La Oriental, por ejemplo, una empresa de transporte extraurbano, se agolpó un buen número de las jóvenes, pugnando por entrar. Los soldados seguían disparando, mientras el pánico recorría las calles de esa imprevista Guatemala que se levantaba contra el gobierno. El arzobispo Rossell y Arellano, prelado de la capital, tuvo el valor de presentarse enseguida en La Oriental para respaldar moralmente a las manifestantes, en tanto los estudiantes llevaban en taxis a los cinco heridos que allí se habían refugiado hasta el Hospital General, a escasas cuadras del sitio, para que indignados médicos y estudiantes de medicina pudieran atenderlos.
Pasadas las manifestaciones, ese lunes, se llamó a la huelga general contra Ubico, siguiendo el modelo que había resultado tan efectivo dos meses antes en El Salvador. La huelga, que tenía como expresión más visible el cierre de comercios, se comenzó a cumplir en forma bastante parcial al principio, en medio de un ambiente de incertidumbre, temor y expectación.
Pero mientras tanto la oposición, ampliada ahora, ya se había movilizado: apenas Ubico declaró el estado de emergencia un núcleo de opositores se había congregado para remitir al dictador un escrito en que, en tono mesurado pero firme, se solicitaba “a) el restablecimiento, sin demora, de las garantías constitucionales; b) la plena efectividad de tales garantías” que, si bien aparecían en el texto fundamental, no eran respetadas en Guatemala desde bastante tiempo atrás. El documento que se iría a presentar a Ubico comenzó a recibir rápidamente las adhesiones de muchas figuras notables de la vida nacional. Un comité, integrado por Jorge Toriello, un comerciante muy activo ya en la oposición a Ubico, y en el que figuraban también su hermano, Guillermo, Eugenio Silva Peña, Ernesto Viteri B., José Rolz Bennett, Julio Bianchi, Francisco Villagrán, el coronel Guillermo Flores Avendaño y otros ciudadanos, se movilizó al respecto. No eran ya los escasos y bien conocidos opositores al general los que le reclamaban la forma autoritaria en que se gobernaba a Guatemala: firmaban también personas notables que habían apoyado hasta entonces al régimen, amigos que habían permanecido siempre fieles, personalidades que por lo general no se inmiscuían en la vida política del país.
La petición, conocida luego con el nombre de Memorial de los 311, por el número de firmas con que contaba, fue entregada al dictador el mismo día 24 por Jorge Adán Serrano y Federico Carbonel, y en ella aparecía el nombre de muchos ciudadanos notables como el Dr. Robles –amigo personal de Ubico- junto con la firma de estudiantes, como los hermanos Armando y Mario y Sandoval Alarcón y Julio Valladares, y de muchos otros líderes importantes de la sociedad guatemalteca.
Ubico no reaccionó de inmediato. Pero las manifestaciones del día siguiente y nuevos memoriales que le entregaran pidiendo ya su renuncia -entre ellos uno que le fue remitido poco después, el día 29, con la firma de 52 connotados médicos de la ciudad- lo obligaron a reflexionar. Este documento, breve pero inequívoco en su intención, concluía así:
“La conciencia entera de todo el país, el alma de todos los guatemaltecos capaces de comprender y de sentir la enormidad de este enorme atentado contra la humanidad, se siente conmovida en lo más íntimo, y es ese sentimiento, compartido por todos los Médicos firmantes que hemos podido presenciar con nuestros propios ojos o curar con nuestras propias manos las horrorosas consecuencias de la agresión, el que nos induce a declararle que de hoy en adelante toda relación cordial, todo buen entendido entre Ud. y sus gobernados, es imposible, pues siempre surgirá entre uno y otros el recuerdo de las víctimas. Por consiguiente, le pedimos que RENUNCIE de la presidencia de la República, toda vez que en lo sucesivo la acción gubernativa no podría ejercerla si no a base de imposición o terror. Así no se puede gobernar un país, menos en los tiempos actuales, en los que los principios democráticos y las libertades consagradas por la Carta del Atlántico, triunfan en el mundo entero.
Guatemala, 25 de junio de 1944.”
Este nuevo memorial, en el que se recordaban veladamente las quemaduras producidas por las granadas de fósforo lanzadas a los manifestantes, estaba signado por los doctores “Guzmán, Sánchez, Aragón, Gálvez, Bianchi, Barnoya, Martínez Durán, [Vicente] Zebadúa, Echeverría, Poitevin, Chacón, Escobar, Morales, Padilla, Rivera, Carrillo, Quevedo, Leal, Andrade, Enríquez y demás valientes”, y entre sus 52 firmantes, aparecía también la rúbrica del Dr. Wunderlich, muy amigo del mandatario, quien atónito pidió a su esposa que llamara a la casa del galeno para confirmar la autenticidad de la firma. Doña Marta así lo hizo y Jorge Ubico tuvo entonces la suficiente lucidez como para entender que su régimen estaba acabado: lo atacaban los estudiantes y los maestros, manifestaba la gente del pueblo, hasta las mejores familias y los hombres más connotados le daban ya la espalda. El general, se decía, estaba ya padeciendo la enfermedad que en menos de dos años lo llevaría a la tumba o, en todo caso “estaba cansado y pensaba renunciar”, como lo habría manifestado el general Roderico Anzueto, una de las personas que detentó gran poder dentro de su régimen, en declaración que diera unos meses antes.
Sin seguir los pasos que prescribía la constitución -y que obligaban a llamar a la Asamblea Legislativa para que éste aceptase la renuncia y entregase el poder a uno de los ‘designados’ que existían para tal eventualidad- Ubico entregó el mando, directamente y sin mayores ceremonias, a tres generales que estaban en Palacio por un asunto menor y se vieron profundamente sorprendidos por la decisión. Eran ellos Buenaventura Pineda, Francisco Villagrán Ariza y Federico Ponce Vaides. Según lo manifiesta un comunicado oficial de prensa, lo hizo así en el entendimiento de que eso resultaba necesario “para evitar los desórdenes que pudieran sobrevenir como consecuencia de su renuncia, antes de que la Asamblea legislativa nombrara la persona que debía sucederle”. Presentó luego su renuncia formal ante dicha asamblea con fecha 1 de julio (dicen que para que no coincidiera con el 30 de junio, aniversario de la Reforma Liberal de 1871), “sin vacilaciones ni dudas”, en una breve comunicación en la que hoy, después de tanto tiempo, no se percibe mayor rencor ni deseo de venganza. “Acto seguido se retiró a su residencia particular en el poniente de la ciudad”, muy cerca de la legación de Inglaterra.
1.4 Ubico en perspectiva
El régimen de Ubico, que marcó toda una época en la Guatemala del siglo XX, es presentado de un modo bastante unilateral por casi todos los historiadores y politólogos. Se destaca, por supuesto, la dureza implacable con que el general supo mantenerse en el poder, su afán de continuar en el cargo más allá de lo que estaba prescripto en la constitución y la represión que ejerció sobre diversos sectores políticos, en especial contra la izquierda, ya que era un ferviente anticomunista. Nada de esto puede negarse, claro está, pero interesa sin embargo situar estas acciones dentro del contexto de la época y evaluar de un modo más completo la obra de gobierno del dictador antes de pasar a relatar los acontecimientos siguientes: al hacerlo podremos entender mejor la situación que se le presentaba al nuevo gobierno, y a los que irían surgiendo en los años inmediatamente posteriores.
Algunas de las características del ubiquismo fueron altamente apreciadas por sus contemporáneos y, todavía, suscitan ciertas nostalgias en la moderna Guatemala. Tres son las que más se destacan: la limpieza con que manejó las finanzas públicas, el orden que reinó durante su mandato y las obras físicas que se construyeron en su tiempo. Prueba de lo primero es que dejó un saldo positivo en las arcas públicas, luego de pagar, inclusive, la llamada “Deuda Inglesa”, un pasivo que pesaba sobre la república desde hacía muchas décadas. Lo hizo en el último instante, como si desconfiara de los hombres que lo irían a suceder, y con eso facilitó notablemente el manejo financiero de las siguientes administraciones.
Sobre el orden que reinó en el país, cosa propia de toda dictadura, debe recordarse que su régimen se impuso no sólo a quienes lo adversaban políticamente sino que eliminó prácticamente la delincuencia común. Lo hizo de un modo áspero, sin demasiadas concesiones al derecho de defensa de los detenidos y a las libertades de los ciudadanos, pero logró que en Guatemala reinase la tranquilidad, algo muy apreciado por los habitantes de toda condición social. Para lograr este objetivo suele afirmarse que en tiempos de Ubico se militarizó la sociedad, para lo cual se aportan pruebas indudables: había un régimen de disciplina militar en las oficinas públicas y en las escuelas, se obligaba a desfilar en formación cerrada a maestros y alumnos, el ejército asumía un papel decisivo en la administración general del país. Pero el ejército de Guatemala, es preciso recordarlo, no era una corporación que gobernase a la sociedad como desde afuera, como un ejército de ocupación, sino la única institución que mostraba una disciplina y coherencia interior suficientes como para desempeñar muchas funciones políticas indispensables. Era, por lo demás, muy pequeño: Gleijeses menciona un reporte de inteligencia norteamericano donde se apunta que contaba con apenas 798 oficiales y 5.528 elementos de tropa, la mayoría indígenas. En un país que llegaba a casi 3.000.000 de habitantes el número parece muy escaso: sólo con la activa colaboración de la población civil podía mantenerse entonces un régimen que, sin duda, garantizaba el orden y la paz interior.
Ubico era además activo y trabajador y la obra física que dejó al país no es desdeñable: carreteras, la construcción del Palacio Nacional y de varios otros edificios públicos, muchos elementos de infraestructura que perdurarían durante largo tiempo. Su gobierno fue un período de prosperidad, no de abundancia, pero sí de firme progreso: era esa, al menos, la sensación que muchos percibían y que hacía que, si bien no todos lo respaldasen con entusiasmo, no concitara tampoco demasiada oposición. Los mismos indígenas, pobres y marginados, podían recordar con cierta simpatía sus visitas al interior del país y la liberación de las deudas heredadas que tenían con los finqueros, que los obligaban a un trabajo en condiciones de real servidumbre. El hecho de que la cancelación de dichas deudas haya sido seguido por el dictado de la Ley contra la Vagancia, que los sometía a una especie de trabajo forzado para el estado, no niega que con esas medidas Ubico hubiese modernizado en parte la situación laboral en las áreas rurales.
¿Por qué, entonces, tanto antagonismo? ¿Por qué esa oposición tan firme, que se extendió indetenible al final de su mandato? Dos causas deben volver a destacarse en este balance final: la primera, decisiva, es la voluntad del caudillo de perpetuarse en el poder. Si Ubico se hubiese retirado en 1943, después de dos largos períodos presidenciales, lo hubiera hecho como un hombre bastante respetado y reconocido, no como un déspota al que las circunstancias lo obligaban a renunciar. La segunda razón debe buscarse en algo menos concreto, pero también importante, que tiene relación con el ambiente internacional en que se mueve la opinión pública.
Durante los años treinta del siglo pasado eran comunes las dictaduras –tanto en América, como en Asia y en Europa- y en pocos lugares podía descalificarse a alguien meramente por no ser un gobernante democrático. Especialmente después de 1930, con su ambiente de crisis económica mundial, proteccionismo, aislamiento de las naciones y amenazas de guerra, el mundo juzgaba a los hombres de estado de un modo muy diferente al que lo hace hoy, en el siglo XXI, cuando no se aceptan excesos y arbitrariedades que antes eran tolerados sin mayor resistencia. Hasta el propio Roosevelt, quien esgrime la bandera de las libertades luego de la entrada en guerra de los Estados Unidos, puede considerarse también un hombre autoritario, que extendió más allá de lo prudente su poder personal en tiempos de crisis. Ubico, en este contexto, no resulta una llamativa excepción sino un hombre que sigue las tendencias predominantes de un mundo antiliberal, conflictivo, que parece haber perdido el rumbo y se encamina hacia una gran conflagración.
La atmósfera mundial, sin embargo, aparece como radicalmente distinta en 1944. Los aliados combaten contra el Eje, un grupo de estados antidemocráticos y violentos, y pregonan la libertad y la democracia como objetivos de su lucha: pero, aún así, cierran los ojos ante la impenetrable dictadura soviética, tratan de mostrarla con colores benévolos, aceptan a José Stalin -el Tío Joe– como uno de los suyos. En varios países latinoamericanos comienza una era de cambios: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Perú y Panamá, reciben también la influencia de las nuevas condiciones que se presentan en el plano internacional cuando se aproxima el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Los Estados Unidos, que habían apoyado la presidencia de Ubico durante muchos años, no resintieron en apariencia las inclinaciones fascistas del dictador, especialmente porque éste se comportó como un aliado leal después del ataque de Japón. Pero, ya en 1944, la potencia del norte asumió una actitud más prescindente: no hay indicios de que haya contribuido a la caída de Ubico pero tampoco ningún elemento de juicio que apunte en sentido contrario. Nada hicieron los Estados Unidos para sostener en el poder al general luego de que comenzara la agitación en su contra y, puede decirse, vieron con favorable actitud que éste renunciara y no se embarcara en un proceso de represión generalizada.
Este último punto, a nuestro juicio, debe tenerse muy en cuenta a la hora de evaluar el régimen. El negarse a aumentar la represión, abandonando el poder pacíficamente, indican una racionalidad y una prudencia política que no se encuentra con frecuencia en nuestros dictadores. Es muy probable que Ubico creyera que tenía bastante apoyo popular y que las manifestaciones y los petitorios a los que nos referimos más arriba le hicieran comprender, súbitamente, que las cosas no eran así, obligándole a abandonar el poder con gallardía; es posible también que, orgullosamente, y acosado ya por su enfermedad, decidiera que no valía la pena luchar por conservar el mando en una nación que no lo comprendía. En todo caso su renuncia despejó el panorama político del país, llevó a que la oposición pudiera expresarse y crecer sin mayores restricciones y abrió las puertas hacia una transición pacífica que, por las razones que enseguida veremos, no se llegó a consumar.
1.5 Los 108 días de Ponce Vaides. Llega Arévalo.
Federico Ponce Vaides estaba muy lejos de tener la fuerte personalidad de Jorge Ubico y carecía de la experiencia política y el respaldo que en su tiempo concitara el general, pero, en cuanto a sus ambiciones y su deseo de perpetuarse en el poder, no le iba para nada en zaga. Asumiendo enseguida el liderazgo en el triunvirato arbitrariamente nombrado el día 1 de julio de 1944, tal vez porque en su condición de diputado era el que más estaba empapado de los asuntos públicos, enseguida se dispuso a consolidar la posición de mando a la que de modo tan imprevisto había llegado. Para eso tenía que lograr que la Asamblea lo nombrase presidente provisional, lo cual no era algo que podía asumirse sin más como seguro.
El lunes 3 de julio se reunió puntualmente la Asamblea, en medio de un ambiente si se quiere festivo y entusiasta, en una ciudad que celebraba con júbilo, pero aún con cierta inseguridad, la caída de la dictadura. La gente se agolpaba en las áreas reservadas al público, interesada por seguir de cerca la marcha de los asuntos políticos. El sistema de ‘designados’ que tenía previsto la constitución vigente dejaba a la Asamblea la tarea de nombrar al presidente interino, pues no existía un vicepresidente que pudiese hacerse cargo automáticamente del poder. Y la Asamblea, según se apreció enseguida, tenía ahora sus propias opiniones, sus propios líderes que pensaban en salidas políticas tal vez originales. Uno de ellos, Alejandro Córdova, persona bien conocida por ser –además de diputado- fundador, director y propietario del influyente diario El Imparcial, proponía que se eligiese al Dr. Carlos F. Mora para hacerse cargo interinamente del gobierno y convocar a elecciones generales.
La proposición, que al parecer podía alcanzar mayoría, nunca llegó a votarse. De pronto el recinto se vio conmocionado por las tropas que la junta de gobierno, sin el menor pudor, envió para que penetrasen y se hiciesen con el control de la Asamblea. El coronel Alfredo Castañeda, a los gritos, exigió que el público se retirase en el término de apenas cinco minutos. Jorge Toriello, un comerciante que ya tenía cierto predicamento político, pidió a la gente que se retirase en orden para evitar desgracias; alguien, mientras tanto, comenzó a cantar el Himno Nacional, que el público coreó con unción. Al final tuvieron que salir, muchos llorando abiertamente por la afrenta y la humillación a la que eran sometidos, y los diputados –prácticamente presos- se vieron obligados a elegir como presidente provisional al mismo general que había enviado las tropas, a Federico Ponce Vaides, en sesión que sostuvieron el día siguiente.
Ponce era ya presidente, es cierto, pero el espíritu libertario que recorría la ciudad no por eso podía acallarse. No al
menos de inmediato y en la ciudad de Guatemala, porque en el resto del país tal efervescencia era mucho menor, o estaba por completo ausente. En los días y las semanas siguientes la ciudadanía comenzó a discutir y evaluar los últimos sucesos, a organizarse y participar en partidos políticos que volvían a cobrar vida, a crear nuevos partidos, sindicatos y agrupaciones cívicas. Muchos eran herederos de un largo pasado, como el Partido Unionista o el Partido Liberal Auténtico de Buenaventura Echeverría, que trataba de retomar la tradición que había interrumpido Ubico con la hegemonía de su Partido Liberal Progresista; otros eran formaciones nuevas, nucleadas alrededor de una persona, que pronto irían a desaparecer; en conjunto, sin embargo, eran prueba evidente de que las opiniones y las corrientes políticas reprimidas durante largo tiempo, que habían estado latentes entre muchos ciudadanos, sólo esperaban el momento propicio para emerger, con fuerza, en la escena del país.
La variedad de partidos que comenzaron a funcionar puede dar una buena idea de la pluralidad de corrientes y de intereses personales existentes. Además de los mencionados estaban el Partido Social Demócrata, con varios dirigentes como Julio Bianchi, Eugenio Silva Peña, Ernesto Viteri Bertrand y Guillermo Flores Avendaño, su candidato a presidente, que había participado activamente en la recolección de firmas del Memorial de los 311; el Partido Democrático de los Trabajadores, encabezado por el hacendado Manuel María Herrera; el Frente Nacional Democrático, dirigido por Adrián Recinos, un hombre muy culto, que había traducido el Popol Vuh y al que Ubico había mantenido alejado, por recelo, como embajador en Washington, y de quien muchos pensaban era la mejor figura para encabezar la transición que debía vivir Guatemala; el Partido Demócrata, del Coronel Ovidio Pivaral, una persona muy acaudalada, el Constitucional Democrático, de Teodoro Díaz Medrano, Concordia Nacional, de Clemente Marroquín Rojas, la Unión Cívica, de Guillermo Toriello y el Partido Acción Nacional, con Gregorio Díaz a su cabeza. Otros dos partidos resultarían de importancia decisiva en los meses posteriores, tomando para sí, podríamos decir, el centro de la escena: el Frente Popular Libertador (FPL) y el Partido Renovación Nacional (RN), ambos fundados en los primeros días de julio.
El FPL era, en no poca medida, el continuador directo del movimiento estudiantil que tan decisivo había sido en la conclusión de la dictadura de Ubico: como tal era abierto defensor de la democracia, de las cuatro libertades proclamadas por el presidente Roosevelt y decididamente opuesto a toda forma de dictadura. Sus líderes manifestaban también posiciones nacionalistas, en algunos casos bastante radicales, aunque el Frente no era un movimiento totalmente coherente ni muy bien organizado: no tenía estatutos ni programas y se presentaba como el heredero de un movimiento estudiantil altamente espontáneo y no como una fuerza organizada, de pensamiento claro y distinto. En su seno convivían casi todos los líderes estudiantiles de mayo y junio de 1944: Manuel Galich, José Manuel Fortuny –quien sería su Secretario General- los hermanos Méndez Montenegro, Octavio Herrera, Mario Silva Jonama, Julio Valladares, Lionel Sisniega Otero, Mario Alvarado Rubio, Enrique Luna, Alvaro Hugo Salguero y muchos otros que, andando el tiempo, tomarían derroteros bastante diferentes dentro de la compleja y siempre fluida política nacional.
El Partido Renovación Nacional tenía una configuración ideológica bastante semejante a la del FPL, pero estaba integrado más bien por maestros e intelectuales, jóvenes también, aunque no tanto como los estudiantes que constituían una buena porción del FPL. El partido cobraría vida el mismo día 1 de julio de 1944, en una reunión que sostuvieran, en casa de Mario Efraín Nájera Farfán, un grupo de apenas ocho personas dispuestas a lanzarse al ruedo político y cambiar los destinos de Guatemala. Ese mismo día uno de los participantes, Juan José Orozco Posadas, propondría la candidatura de un académico poco conocido en el país que, sin embargo, servía para simbolizar el tono político del nuevo partido y las aspiraciones de sus fundadores: se trataba del Doctor Juan José Arévalo Bermejo, en esos momentos profesor universitario en Tucumán, Argentina, amigo de Orozco, quien se mantenía en permanente contacto con él. Aunque la candidatura no aparecía como realmente viable políticamente, sino como una propuesta destinada más que nada a defender ciertos principios, pronto iría a encontrar un respaldo inusitado, que la convertiría en un fenómeno inesperado en el país.
Arévalo, como candidato, tenía fortalezas y también debilidades, pero los puntos favorables resultaron, como se vio en poco tiempo, muy superiores a las posibles flaquezas. La principal debilidad era que Arévalo no había incursionado nunca en la política y era por lo tanto un hombre poco conocido para la población; tampoco era posible determinar, de antemano, cómo se desplazaría en medio de las confusas circunstancias de la política local. Pero tenía, por contrapartida, un bien ganado prestigio en ambientes académicos y una obra pedagógica que lo situaba muy por encima de la mayoría de sus competidores: había diseñado y publicado Quetzal, un método para enseñar a leer, escribir y dibujar simultáneamente, y era autor de una Geografía Elemental de Guatemala ampliamente conocida en el ambiente del magisterio. Con su doctorado en Filosofía y Pedagogía, obtenido en la prestigiosa Universidad de La Plata, Argentina, y con su labor como profesor universitario en la Universidad de Tucumán de ese mismo país, Arévalo poseía un prestigio intelectual con el que muy pocos de sus adversarios podían competir. Pero esto, quizás, no era lo principal: lo importante, lo decisivo, era que Arévalo era ante todo un civil y que no estaba contaminado por el pasado de la dictadura, no había pertenecido al liberalismo ni al ubiquismo; era una incógnita, pero una incógnita fresca, abierta, sin pasado. Eso lo habilitaba para representar, mejor que nadie, el anhelo de cambio que se manifestaba en la sociedad guatemalteca. “El movimiento popular de 1944 era también un movimiento romántico.” “El pueblo de 1944 hizo un movimiento romántico en reclamo de sus libertades y al triunfar la lucha, gracias al ejército, eligió para presidente de los nuevos tiempos a un maestro de escuela: otro gesto romántico.” Esto, que constituía sin duda un capital político nada despreciable, fue apreciado en su justo valor, no sólo por RN sino también por el FPL y por otros grupos políticos, que lo fueron proclamando rápidamente como su candidato.
Arévalo, que según dicen había pensado apoyar, en algún momento, la candidatura del también intelectual Adrián Recinos, decidió regresar a Guatemala y, ya antes de llegar, en su escala en Costa Rica, se convenció de que tenía aún más apoyo que el imaginado y que debía postularse como candidato a presidente. Cuando por fin pisó tierra guatemalteca, el 3 de septiembre de 1944, los hechos confirmaron la justeza de esa decisión: una inmensa multitud, nunca vista antes en la ciudad, colmó el aeropuerto y las calles adyacentes, extendiéndose hacia el norte hasta llegar a lo que es hoy la zona 9. Arévalo impresionó bien a sus conciudadanos. Un hombre blanco, alto, corpulento, seguro de sí mismo, habló con carisma a quienes lo escuchaban, mostrando que sabía interpretar sus esperanzas y sus vagos proyectos, que era el líder que Guatemala esperaba.
Mientras comenzaba a rugir el huracán de la candidatura de Arévalo, perfilándose como el favorito de una ciudadanía ansiosa de cambio, Ponce Vaides, por su parte, trataba de asegurar su permanencia en el poder acudiendo al tradicional recurso de
la represión. Ya el treinta de julio habían comenzado las detenciones arbitrarias, principiando con las de Guillermo Toriello –hermano de Jorge- e Indalecio Rodríguez, del Partido Nacional de Trabajadores, que continuaron durante el mes de agosto e incluyeron a figuras tales como Clemente Marroquín Rojas, Juan José Orozco Posadas, Miguel García Granados, Roberto Arzú Cobos, Enrique Muñoz Meany y muchos otros, a quienes se acusaba de hacer propaganda contra el gobierno provisional o pedir la renuncia de ciertos diputados y funcionarios.
Pero el gobierno, además de reprimir a la creciente oposición, se mostraba activo en el propósito de conseguir un amplio respaldo político en las programadas elecciones presidenciales. Con ese propósito Ponce tomó algunas medidas que le fueron ganando cierto respaldo entre los campesinos en tanto los organizaba para que lo respaldaran dócilmente. El hecho más notable ocurrió el día 15 de septiembre, aniversario de la Independencia, cuando se organizó un desfile de apoyo a su candidatura que contó con una fuerte presencia de indígenas, muchos de los cuales marcharon por las calles de la ciudad con sus machetes y con la fotografía del general prendida en sus ropas.
La manifestación suscitó el repudio y el temor de muchos ciudadanos. Era visible ya, por las medidas que se iban tomando, que Ponce trataba de manipular a los indígenas, amañar las elecciones y permanecer en el poder por cualquier medio, suprimiendo las libertades públicas recién adquiridas y estableciendo su propia dictadura: así lo indicaban las detenciones que continuamente se hacían, las amenazas a la prensa y el clima general de intimidación que ya reinaba en el país. La presencia de indígenas en los actos, y la forma en que parecían traídos a la ciudad por medio de un dispositivo militar, significaban que Ponce estaba dispuesto a basarse en los sectores menos cultivados de la población para conseguir una base de apoyo que le permitiera proclamarse vencedor electoral.
Guatemala era un país dividido entre la población blanca y mestiza que se denominaba ladina, por una parte, y un amplio sector de grupos étnicos indígenas concentrados sobre todo en las zonas rurales del altiplano. Los indígenas, analfabetos en su gran mayoría, tendían a ser despreciados y marginados por la población ladina que predominaba en las ciudades, eran percibidos como gente diferente, de cultura inferior en muchos sentidos, apta sólo para realizar las tareas más elementales, peligrosa a veces. La manifestación del 15, por eso, resultó para muchos un ominoso presagio: Ponce trataba ya de convertirse en dictador y lo hacía liberalizando algunas normas sobre consumo de aguardiente que había impuesto Ubico, ganándose así el favor de los indígenas y organizando a través de los cuarteles a una población que podía manejar con cierta facilidad.
La acción de Ponce Vaides representaba una amenaza para la limpieza del proceso electoral previsto para diciembre, aunque su importancia no debía exagerarse en un país con escasa tradición democrática, acostumbrado desde siempre a la manipulación de los votantes. Pero otro hecho, ocurrido dos semanas después, cambió por completo el clima político que se vivía en Guatemala: Alejandro Córdova, propietario y director de El Imparcial, quizás el principal diario del país, fue asesinado cuando viajaba en su automóvil por un grupo armado que, según todas las presunciones, había actuado bajo las órdenes del presidente provisional. El asesinato de Córdova, que se había destacado desde el primer momento por su ferviente oposición a la naciente dictadura, cambió de un modo decisivo el escenario político del país. Ya no se trataba de ganar el favor del público para lograr el triunfo en las próximas elecciones: lo importante ahora era decidir si se aceptaba o no la dictadura de Ponce, si se permitía que ésta se consolidase o se tomaban urgentes medidas para impedirlo.
Un tiempo de definiciones había llegado. El movimiento de junio, que con tanta fortuna había logrado poner fin a la dictadura de Ubico, parecía amenazado y al borde del más rotundo fracaso. Sus actores, sintiendo la imperiosa necesidad de pasar a la acción, se encaminaban a una lucha decisiva, imprevisible en su desenlace, que resultaría crucial para el destino futuro del país.