7.4. Se derrumba el gobierno
Las tropas que comandaba Flores Avendaño, y que se habían adelantado al resto de las fuerzas, pasaron de Shupá a la aldea llamada Tapuán y el domingo 20 llegaron a las poblaciones de Jocotán y Camotán, que tomaron sin dificultad luego de que los destacamentos respectivos abandonaran las plazas, y donde tuvieron un recibimiento «entusiasta y generoso». Luego de tomar también Vado Hondo y de un enfrentamiento en San Esteban -unos 3 km. al noroeste- la columna quedó en situación de atacar Chiquimula, hasta donde el ejército regular se había replegado. Pero todavía no podían pasar a la ofensiva pues, a pesar de que habían enrolado bastantes reclutas, eran demasiado pocos como para encarar razonablemente un objetivo semejante. Debían esperar la llegada del resto de las tropas.
Algunos días después, cuando las fuerzas que venían en la columna principal -desde Esquipulas y Quezaltequepe- se reunieron con ellos, los liberacionistas estuvieron ya en condiciones de preparar el ataque hacia ese importante objetivo militar: había ya cerca de 1.000 hombres en un ejército liberacionista que día a día crecía en número y ganaba en confianza. Antes de atacar Chiquimula, sin embargo, se procedió a bombardear la plaza, jugando en estas acciones un importante papel el piloto Carlos Cheesman. La liberación contaba con el dominio absoluto de los cielos, no porque la CIA la hubiese provisto de aeronaves con largueza, sino porque el gobierno no tenía demasiados aviones de combate, había sufrido importantes deserciones -como la del coronel Rodolfo Mendoza, que implicaba la pérdida de un importante oficial- y no se atrevía a sacar las que aún tenía en tierra, que eran alrededor de 28, por temor a que los pilotos se pasasen al bando de la Liberación.
El día 24 de junio de 1954 por la mañana, después de algunos bombardeos, comenzó el decisivo ataque a la plaza de Chiquimula, cabecera departamental donde se habían concentrado importantes contingentes del ejército, muy superiores por cierto a las fuerzas de Castillo Armas, que eran unos 900 hombres y se desplegaron, para la ofensiva, en tres columnas. Al llegar al límite de la ciudad comenzó el intenso fuego de los defensores, que se habían desplegado por varios barrios de la ciudad. Luego de unas seis horas de combate, sin embargo, se vieron obligados a replegarse hacia el cuartel, mientras los liberacionistas los bombardeaban con los pequeños morteros que llevaban y ocupaban, simultáneamente, gran parte de la ciudad. Un grupo de los atacantes se lanzó decididamente sobre el cuartel y, al poco tiempo, la lucha por fin concluyó: a las cuatro y cinco de la tarde «la bandera blanca subía al mástil del torreón del Cuartel, significando con ello su total rendición». El combate de Chiquimula, la única auténtica batalla que hubo durante esta breve guerra, había concluido antes de caer la noche. Los liberacionistas reconocieron haber sufrido unas 40 bajas, por lo que podemos estimar que el número total debe haber rondado el centenar, incluyendo muertos y heridos.
La batalla de Chiquimula, desde el punto de vista militar, no fue en todo caso un combate mayor sino una acción bastante rápida que no se extendió más que al área que abarcaba la ciudad. No llegaron los refuerzos que el ejército podría haber mandado desde Zacapa, situada unos 15 km. al norte, donde existía también una importante concentración de alrededor de 2.000 hombres, y los soldados que defendían al gobierno no pelearon hasta el límite de sus fuerzas, sino que prefirieron rendirse cuando la situación se presentó ya como desfavorable a la defensa de la plaza. Debido a tales circunstancias esta limitada acción militar tuvo una significación política decisiva, que a nadie pasó entonces inadvertida.
En primer lugar porque mostró a las claras que el ejército no estaba dispuesto a defender -con todo su poderío- al régimen de Arbenz: existía una actitud francamente derrotista en muchos de los mandos que, generada por motivos ideológicos -por el rechazo al comunismo- hacía que se rehuyesen los combates y se buscase alguna forma de acercamiento con los oponentes. El coronel Carlos Enrique Díaz, Jefe de las Fuerzas Armadas «informó al presidente que las fuerzas militares en la frontera se mantenían inactivas esperando que Arbenz renunciara» y estaban reacias a combatir. Y, a pesar de que se enviaron tropas de refuerzo a Ipala poco después, el día 26, una tensa calma se extendió por todo el país luego de la toma de Chiquimula.
En la ciudad capital, sometida a un oscurecimiento nocturno en previsión de posibles ataques aéreos, tampoco era mejor el ambiente para quienes sostenían al gobierno. Se canceló en esos días una «gran manifestación de apoyo» que se había tratado de organizar para mostrar públicamente el respaldo a Arbenz, los partidos revolucionarios permanecieron silenciosos, sin tratar de movilizar a quienes podrían haber defendido al gobierno, y las milicias armadas en que confiaban algunos -y que otros tanto temían- brillaron por su ausencia: «de los miles de voluntarios prometidos por los líderes del partido [PGT] y de la CGTG, no más de doscientos se presentaron», comenzando a entrenarse con ejercicios físicos tanto en el Club Maya como en el Hipódromo del Norte y en algunos otros lugares. Sin una respuesta popular consistente que pudiese sostenerlo, y con crecientes indicios de que el ejército no estaba dispuesto a jugarse en su defensa, el régimen parecía ya condenado, aunque Arbenz proclamara con énfasis -en un discurso radial pronunciado el día 25 para contestar los anuncios que hacía Radio Liberación- que «los invasores no estarán aquí, ni este 25, ni el otro 25, ni ningún 25.»
El gobierno de Guatemala, en el plano internacional, trató de conseguir el apoyo de la Unión Soviética y de sus aliados, por lo que recurrió al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas por sobre la OEA, donde conocía perfectamente que tendría una mayoría adversa. Ya el día 20 Francia había hecho aprobar una resolución -que no agradó a los norteamericanos- para que no se prestase asistencia militar a ninguno de los dos bandos en lucha. Pero la discusión decisiva se produjo ese mismo día 25. Gran Bretaña y Francia, ambos miembros permanentes del Consejo, deseaban en principio que allí se tratase el caso guatemalteco, no porque deseasen defender al gobierno de Arbenz sino porque sus gobiernos no se sentían cómodos con la perspectiva de unos Estados Unidos al que se le dejase intervenir sin cortapisas en los asuntos de las naciones del hemisferio. La misma posición sostenía el Secretario General, Dag Hammarskjöld, pero finalmente el Consejo rehusó tratar el caso: la Unión Soviética, Dinamarca, el Líbano y Nueva Zelanda favorecieron la moción, Inglaterra y Francia se abstuvieron y los países latinoamericanos presentes, Colombia y Brasil, votaron en contra, siguiendo la línea de los Estados Unidos.
No era mucho lo que, entretanto, ocurría en el frente: Castillo Armas, que necesitaba proseguir su avance para afirmar su situación militar y política, comenzó los preparativos para el ataque contra Zacapa, ciudad que, junto con Chiquimula, le hubiera dado prácticamente el control de todo el oriente del país. Pero el combate nunca llegó a producirse.
Según el reporte de uno de los miembros del Comité Central del PGT que había viajado hasta allí, la guarnición de Zacapa, una de las más fuertes del país, «estaba desmoralizada, temerosa, sin deseos de combatir». El ejército ya no respondía a Arbenz y trataba, como enseguida pudo apreciarse, de encontrar su propio rumbo en la confusa situación que imperaba en el país. Cuando Castillo Armas comenzó la ofensiva sobre Zacapa, el día 27 de junio, con una fuerza de ataque que todavía resultaba mucho menor que la que defendía la plaza, los rebeldes pudieron apreciar que «una delegación de la Zona Militar de Zacapa, venía con bandera blanca a nuestro encuentro.» Casi de inmediato comenzaron las conversaciones que procuraban alcanzar y consolidar una tregua entre ambos bandos, buscando firmar un pacto en que no hubiera «ni vencedores ni vencidos».
Arbenz, finalmente, decidió renunciar. La situación de su gobierno, el día 27 de junio, ya era en verdad desesperada: los militares presionaban para que abandonara el cargo, mostraban signos de rebelión y, en todo caso, era evidente que no estaban dispuestos a combatir para defender su gobierno; las milicias populares no pasaban de un mero ejercicio de adiestramiento en el que estaba comprometido apenas un puñado de activistas; la población estaba dividida entre quienes deseaban su renuncia y veían expectantes los progresos de la Liberación y unos partidarios que, a esa altura, ya no estaban dispuestos a salir a la calle ni a jugarse la vida por el régimen. Para colmo, en el ámbito internacional, contaba con la firme decisión norteamericana de acabar con su régimen y con escaso apoyo de sus aliados del bloque soviético. «Quizás, comenzó a pensar, él debería renunciar. Quizás, entonces, el ejército podría derrotar a Castillo Armas. Quizás […] así, parte de la revolución podría salvarse.»
La decisión de Arbenz provocó una última tormenta en las filas del PGT. Algunos pensaban que no todo estaba perdido y que era posible y necesario luchar hasta el final, otros -los menos- creían que la lucha ya no tenía sentido. Pero el mandatario, en esas horas para él terriblemente aciagas, no vaciló ya más. Convocó a Fortuny para comunicarle su decisión y pedirle que, por última vez, se hiciera cargo de redactar un discurso suyo: el de su renuncia.
Grabada en la tarde del 27, la renuncia fue difundida esa noche por la radio oficial -TGW, La Voz de Guatemala- mientras Jacobo Arbenz y su familia buscaban refugio en la embajada de México. Su texto comenzaba acusando a «[l]a United Fruit Company, los monopolios norteamericanos, en connivencia con los círculos gobernantes de Norteamérica…» de la «guerra cruel» desatada contra Guatemala. Después de varias frases encendidas donde se mostraba indignación ante los ataques y se negaba el carácter comunista de su gobierno, el texto redactado por Fortuny llegaba a la parte medular de la exposición expresando:
«…he tomado una dolorosa y cruel determinación: después de meditarlo con una clara conciencia revolucionaria, he tomado una decisión de grande trascendencia para nuestra Patria, en la esperanza de detener la agresión y de devolverle la paz a Guatemala. He determinado abandonar el poder y poner el mando del Ejecutivo de la nación en manos de mi amigo el Coronel Carlos Enrique Díaz, Jefe de las Fuerzas Armadas de la República.»
Explicando su decisión proseguía, más adelante:
«Yo os hablé siempre de que lucharíamos costase lo que costase, pero ese costo, desde luego, no incluye la destrucción de nuestro país y la entrega de nuestras riquezas al extranjero. Y eso podría ocurrir si no eliminamos el pretexto que ha enarbolado nuestro poderoso enemigo.
«Un gobierno distinto al mío, pero inspirado siempre en la revolución de octubre, es preferible a veinte años de tiranía fascista, sangrienta, bajo el poder de las bandas que ha traído Castillo Armas al país.»
E invitaba finalmente al análisis, que también nosotros haremos, sobre la conveniencia o no de su renuncia:
«Quizás piensen muchos que estoy cometiendo un error. En lo profundo de mi conciencia no lo creo así. Solamente un juicio histórico posterior sabrá determinarlo.»