6.2 La Revolución se afianza
Pero al comenzar 1953 los sucesos se aceleraron y, nuevamente, Guatemala se vio envuelta en el clima de una confrontación irreversible. En las elecciones de enero para la renovación del parlamento el gobierno cosechó un amplio triunfo, aunque lo hizo más por la división opositora que por el número de votos que obtuvo. En efecto, los partidos del gobierno, unidos ya en un frente político homogéneo, obtuvieron 29 diputados gracias a los 130.000 votos que se dieron a favor de los diversos integrantes de la coalición. La oposición, por su parte, sólo logró tres escaños (quedando con cinco en total), a pesar de haber cosechado un total de 105.000 votos en todo el país. Su único éxito fue haber derrotado nada menos que a Fortuny en el distrito de la capital, aunque el más exaltado activista del PGT, Carlos Manuel Pellecer, logró la diputación por Escuintla gracias al amplio trabajo de agitación y organización que ya había realizado en esa zona.
Enero también fue el mes en que comenzó a aplicarse el Decreto 900. Alfonso Martínez Estévez -el capitán que había participado en el confuso incidente en que muriera el coronel Arana, y hombre de la más absoluta confianza de Arbenz- había sido escogido en julio del año anterior como Director del DAN, el Departamento Agrario Nacional que tenía a cargo ejecutar la reforma agraria. Si bien la distribución de tierras de las Fincas Nacionales había comenzado en agosto de 1952, las expropiaciones en sí se iniciaron al comenzar el año siguiente. Así, los primeros cuatro decretos afectando 24 caballerías de tierras privadas fueron firmados el día 5 de enero de 1953.
Desde el primer momento pudo apreciarse que la reforma tenía un carácter político. Si bien el jefe del DAN no era un hombre de convicciones radicales, que quisiera llevar a Guatemala por la senda del socialismo marxista, la política agraria se definía, en lo fundamental, tanto desde el despacho presidencial como a través de la agitación campesina que promovían algunas figuras del PGT. Había algunos apellidos más ‘expropiables’ que otros, se ha dicho -lo que convertía al decreto en un arma contra ciertos enemigos del proceso y varias familias que aparecían como las representantes de la oligarquía tradicional- y, además, comenzaron las invasiones de tierras por parte de campesinos y trabajadores rurales. Estos, estimulados por las organizaciones sindicales nacionales o locales, no esperaban las disposiciones legales emitidas por el DAN y se apresuraban a ocupar fincas que, muchas veces, ni siquiera podían ser afectadas según el texto de la ley. Los conflictos, a veces sangrientos, se comenzaron a extender rápidamente por el campo guatemalteco.
Pero el verdadero punto de inflexión en el curso de los sucesos se produjo pocas semanas después cuando un agricultor, Ernesto Leal Pérez, propietario de la finca Las Conchas en San Pedro Sacatepéquez -una de las primeras sobre las que recayó un decreto de expropiación- dirigió a la Corte Suprema de Justicia un recurso de amparo para apelar la decisión que había sido tomada, en última instancia, por el propio Arbenz. La Corte decidió admitir para su trámite el recurso del agricultor, de modo tal que se planteó un conflicto institucional de naturaleza bastante grave: por una parte el poder legislativo había aprobado una ley, a propuesta del ejecutivo, que negaba en su artículo 98 la posibilidad de tal tipo de impugnación; por otra parte la Corte, ateniéndose al texto constitucional, decidía intervenir en el caso, haciendo caso omiso del Decreto 900 pero ajustándose en todo a la normativa general del país, lo que equivalía a un desconocimiento del valor legal del mencionado artículo de la ley. De cómo se resolviera este caso dependía la entera suerte de la reforma agraria, el modo concreto en que se iría a aplicar la ley que la establecía y regulaba.
La reacción de los partidarios del gobierno fue dura y no contempló ninguna forma posible de compromiso. El presidente Arbenz, que había sido emplazado por la corte para que compareciera a exponer sus puntos de vista sobre el caso, no concurrió a la cita y, en cambio, remitió el problema al congreso, en una atmósfera política de abierta confrontación. Allí, con la presencia masiva del público que había llevado la CGTG y que había invadido «las galerías, pasillos y salones del Congreso de la República», se aprobó finalmente destituir a tres de los magistrados de la CSJ, los que habían votado a favor del amparo -Arturo Herbruger, Justo Rufino Morales y José Vicente Rodríguez-, confirmando a Francisco Carrillo Magaña y Luis Edmundo López Duran en sus cargos. La votación tuvo lugar a las dos de la madrugada del día 6 de febrero, y a ella siguió la presión en la calle de los sindicatos, quienes salieron a las calles de Guatemala bajo el lema: «Sin Tribunales podemos vivir, sin tierras no.»
La destitución de los magistrados y las consignas de las manifestaciones que siguieron hicieron pensar a muchos -en el país y en el extranjero- que el orden constitucional se había quebrado de un modo definitivo en Guatemala, que la legalidad se había abandonado por completo y que, entonces, debía apelarse a las medidas más drásticas para luchar contra el gobierno. La Universidad de San Carlos tomó partido por el Lic. Herbruger y los otros funcionarios destituidos y en una manifestación anticomunista, a los pocos días, los estudiantes quemaron simbólicamente la constitución, convertida ya en un «simple trozo de papel»: para ellos ya no había un gobierno legítimo en Guatemala sino una dictadura que llevaba al comunismo. Los estudiantes trataron de llegar al Palacio de Gobierno, armados simplemente con piedras y palos, pero los guardias dispararon contra la manifestación con el saldo trágico de un muerto, cuatro heridos y sesenta detenidos.
Febrero de 1953, entonces, marcó un punto de inflexión en la lucha entre los dos bandos en que se dividía ya la sociedad guatemalteca: por un lado el presidente Arbenz, destituyendo a través del congreso a la mayoría de la CSJ y afirmando que la reforma agraria se llevaría a cabo «pase lo que pase y cueste lo que cueste», quemaba sus naves y se lanzaba sin compromisos a la culminación de sus proyectos; por otro lado, en la oposición, se generalizó la idea de que las medidas legales eran totalmente inefectivas para detener la penetración del comunismo en Guatemala, que todos los caminos pacíficos estaban cerrados y había que organizar, de algún modo, el derrocamiento del gobierno mediante algún tipo de insurrección o alzamiento. Si algo faltaba para convencerlos, una maniobra propagandística del PGT, llevada a cabo en esas mismas semanas, acabaría por disipar las dudas de los más renuentes.
En un intento -tal vez algo pueril- de identificar visiblemente al Partido Comunista con la reforma agraria, algún funcionario del partido hizo imprimir «en la carátula del folleto que se estaba distribuyendo [con el texto de la ley], el sello del PGT, con la hoz y el martillo, bien conocido por las gentes.» Esto terminó por confirmar lo que ya en general se sabía -la activa y primordial participación de los comunistas en todo el proceso- dio más solidez al convencimiento de muchos y contribuyó, junto con el clima conflictivo que se estaba difundiendo rápidamente en el campo, a que se consolidasen definitivamente dos polos en la opinión pública nacional. No parece que la difusión de los folletos, en contrapartida, haya ayudado mucho al PGT a extender su influencia en las zonas rurales. Pero el incidente sirvió para abrir una polémica en sus filas que mostró, una vez más, la existencia de dos líneas diferentes de acción. Una, que creía llegado el momento de proceder abiertamente a desatar una revolución total, y otra, más gradualista, que criticaba hechos como el mencionado y prefería un curso de acción más lento y en buena medida más disimulado.
La reforma continuó a todo lo largo de 1953 y 1954, hasta la caída del gobierno de Arbenz. Sus resultados generales ya han sido presentados al lector en el capítulo precedente, pero resulta ahora necesario recordar que su aplicación resultó sumamente conflictiva. A las denuncias de tierras seguían por lo general conflictos con los propietarios y, en ocasiones, entre diversos grupos de campesinos que reclamaban las tierras, derivando a veces en incidentes sangrientos, que causaron la muerte de al menos unas cuantas decenas de personas. Organizadores sindicales y, en algunas ocasiones, campesinos independientes, tomaban tierras sin esperar que interviniesen las autoridades y saltándose los pasos que establecían las reglamentaciones vigentes. Algunos agricultores se defendían por la fuerza, otros apelaban a los organismos agrarios, mientras que los agraristas -los activistas y funcionarios de los comités locales- ampliaban sus filas y reclamaban, incluso, que se les permitiese portar armas para defenderse. Desde el gobierno se hicieron llamamientos al orden y a cesar la práctica de las ilegales ocupaciones de terrenos, pero estas exhortaciones, en la práctica, no tuvieron mayor efecto entre unos campesinos que sabían, por experiencia, que el gobierno no iría a reprimirlos.
Los encargados de la reforma, para evitar suspicacias y mostrar que ante todo se estaba aplicando la ley, afectaron y expropiaron tierras del propio presidente Arbenz y de algunos de sus ministros, así como las de familiares de altos dirigentes comunistas. Pero el caso de expropiación de tierras que más llamó la atención, en el país y en el ámbito internacional, fue el que se llevó a cabo en las vastas propiedades que poseía la United Fruit.
La frutera era el mayor terrateniente de Guatemala y poseía, asimismo, el más importante ferrocarril del país a través de su subsidiaria, la IRCA. Tenía además el control prácticamente total de las comunicaciones internacionales y era dueña del más importante puerto del país, Puerto Barrios, sobre el Atlántico. Con estas credenciales resultaba obvio que, para cualquier gobierno que se preciase de ser nacionalista o izquierdista, la UFCo resultaba un blanco político de primera magnitud. La compañía, en realidad, trataba mejor a sus trabajadores que el resto de los patronos guatemaltecos: pagaba los más altos salarios del área rural, y ofrecía vivienda, víveres a precios reducidos, escuelas para los hijos de sus empleados y atención en sus propios centros de salud. No por eso había podido evitar la acción constante de unos sindicatos que, orientados más por motivaciones políticas que por reclamos económicos, habían hecho muy difícil la vida de la empresa durante los años anteriores. Ahora, con el arma del Decreto 900 en las manos, el gobierno se decidió a actuar para demostrar la consistencia de su línea antiimperialista y reducir en todo lo posible el poder de la compañía.
La UFCo poseía unas 230.000 hectáreas (unos 566.000 acres o 328.000 manzanas), muchas de las cuales no trabajaba directamente: tenía algunas extensiones arrendadas, daba otras a los trabajadores para que ellos pudieran cosechar ciertos productos de su dieta diaria y, por otro lado, tenía gran cantidad de terrenos en reserva, que necesitaba en parte ante la eventualidad de tener que hacer nuevas plantaciones en el caso de que sus cultivos fueses afectados por diversas plagas, entre ellas la conocida como Panamá. De este total, los dos decretos de expropiación -emitidos el lunes 9 de marzo de 1953, y avalados naturalmente por el propio presidente- afectaron un total de unos 413.000 acres, unas 167.000 has o 240.000 manzanas, equivalentes al 72% de sus tierras. La compensación ofrecida, algo más de 600.000 dólares -en bonos, y a muy largo plazo- se basaba en la declaración de impuestos de la frutera, pero estaba muy lejos de la valoración que ésta hacía de dichas propiedades, que estimó en más de 15,8 millones de dólares. El Departamento de Estado norteamericano respaldó abiertamente, y con insistencia, las demandas de la compañía, que sugirió además que el caso fuese llevado a la Corte Internacional de La Haya.
Lo expropiado a la UFCo. era, en el contexto guatemalteco de esa época, una inmensa cantidad de tierra. No había tantos campesinos que reclamaran esos predios, muchos de ellos situados en zonas de relativamente baja densidad poblacional, por lo que el gobierno no pudo adjudicarlos enseguida y, en cambio, fueron ofrecidos a funcionarios del gobierno que pudiesen estar interesados en recibir parcelas. La práctica, junto a los datos ya mencionados, contribuye a confirmar el carácter político de la expropiación sufrida por la UFCo. No se trataba de si la compañía tenía tierras ociosas que necesitase o no como reserva, aunque este problema técnico se discutió ampliamente y en profundidad, sino de asestar un golpe a una empresa que era vista como un símbolo del imperialismo y que se había beneficiado de las odiosas concesiones otorgadas por anteriores dictaduras.
Desde el otro bando, desde la frutera, el tema se presentaba similarmente politizado y cargado en lo ideológico: la expropiación no se percibía sólo como un injusto o innecesario despojo sino como un paso más en el peligroso avance del comunismo en la región. La compañía trató, utilizando todas sus influencias, que el gobierno de los Estados Unidos presionara a Guatemala para poder recibir así una compensación adecuada. Una circunstancia, en parte casual, ayudó a sus propósitos: John Foster Dulles quien, como abogado de la UFCo, había redactado contratos entre la empresa y el gobierno de Guatemala, tenía ahora el importante cargo de Secretario de Estado de su país y para colmo su hermano, Allen Dulles, era nada menos que el director de la CIA. Estas «desafortunadas coincidencias» agravaron una situación ya de por sí muy tensa, pues los Estados Unidos no estaban acostumbrados a soportar expropiaciones de este tipo y, además, en el contexto de la Guerra Fría, había una hipersensibilidad respecto a toda acción que pudiese estar relacionada con la expansión del comunismo internacional.
Todos estos elementos, sin duda, jugaron un papel importante en crear un enfrentamiento entre los gobiernos de Dwight Eisenhower y de Jacobo Arbenz. Pero, en realidad, a pesar del mito que todavía se repite sin mayor análisis, fueron apenas una parte de la compleja red de circunstancias que terminaron en el derrocamiento del gobierno de Arbenz. Porque el gobierno del coronel, en el plano de la pura situación interna del país, ya había llegado a un punto en que el enfrentamiento con la oposición resultaba inevitable. Para comprender cómo se avanzaba hacia una situación de violencia que, de un modo u otro, tendría que estallar en los siguientes meses, es necesario que volvamos otra vez nuestra mirada hacia las fuerzas que adversaban a los revolucionarios y que, en todo caso, no estaban dispuestas a tolerar que el comunismo se adueñase del país.