6.1 Un país dividido
Ya desde los primeros meses del gobierno de Arbenz pudo notarse que -a pesar de lo moderado que había sido su mensaje electoral- continuaba y se profundizaba la grave polarización política que había caracterizado los años de la presidencia de Arévalo. Un incidente, en apariencia menor, ocurrido al comienzo de su gestión, sirvió para que se expresaran las tensiones acumuladas en la sociedad guatemalteca y desembocó en una situación general de conflicto que, al menos por un momento, pareció escaparse de las manos del gobierno.
Por probable sugerencia de María Vilanova, la esposa de Arbenz, y de otros miembros del equipo revolucionario, se procedió -en mayo de 1951- a quitar del control de la Iglesia Católica al Hospicio Nacional de Huérfanos. Gabriel Alvarado, un exiliado comunista español amigo de Víctor Manuel Gutiérrez, fue nombrado como nuevo director. Alvarado intentó reemplazar a las hermanas de caridad que atendían el orfanato con trabajadoras sociales y maestras pertenecientes al STEG -una organización sindical de izquierda de donde provenía Gutiérrez- lo que provocó la preocupación y el enojo de quienes veían en la medida una típica maniobra comunista para apoderarse de ciertas instituciones y ampliar su radio de influencia.
La reacción fue intensa: parte de la prensa denunció el caso, se generó un ambiente de agitación en toda la ciudad y algunos grupos organizados, como el de las locatarias del mercado central, se ubicaron frente a la sede del partido comunista para protestar por la medida. El malestar desembocó en una manifestación que, bastante numerosa, se congregó ante el propio Palacio Nacional el día 11 de julio. Las consignas eran simples, pero indicaban ya la forma en que muchos percibían al nuevo gobierno: «Fuera los comunistas», «Abajo Arbenz», gritaban los manifestantes.
La policía, según relata Fortuny, recibió órdenes de dispersar la manifestación disparando a las piernas de la gente: hubo finalmente un muerto y varios heridos, ante la consternación general. Otras versiones confirman este hecho, pero continúan el relato añadiendo que un automóvil conducido por un ex guardaespaldas de Arbenz y miembro de la Legión del Caribe, Miguel Enrique Viteri Pinetta, arremetió contra los manifestantes: esto provocó que las locatarias del mercado, un grupo conocido por su decidida actitud anticomunista, agredieran al autor e incendiaran el vehículo. La policía, entonces, volvió a disparar, y en la confusión que siguió se produjeron más muertes, aunque las cifras varían al respecto entre 2 y 20 según las fuentes consultadas.
Luego del hecho se suspendieron las garantías y cundió el pánico entre los miembros del gobierno, al punto de que el propio Fortuny pasó esa noche en la embajada colombiana, pues se temía por la propia suerte del gobierno. El dirigente comunista -que no relata estos hechos- puntualiza que él se había opuesto a la medida de destitución del director y de las monjas, advirtiendo que provocaría innecesarios enfrentamientos, inconvenientes para el gobierno y sus propósitos: «En Guatemala dio pretexto para que la derecha impulsara una conmoción social enorme y armara un movimiento de masas contra el gobierno» -concluye- indicando que él era partidario de no provocar a la oposición con actos que despertaran su sensibilidad.
Puede decirse que, en tal sentido, se delineaban ya dos tácticas algo diferentes entre los principales cuadros del movimiento comunista: por una parte estaban quienes querían avanzar sin dilación, pasando por encima de todos los obstáculos que se interpusiesen en el camino de hacer de Guatemala un país socialista; por otro lado, en cambio, estaban los dirigentes que deseaban proceder más cautamente, concentrándose en los problemas que veían como realmente esenciales mientras, a la par, construían el marco legal adecuado para legitimar sus acciones. Carlos Manuel Pellecer era el más claro representante de la primera tendencia, en tanto que Fortuny, como acabamos de ver, se inclinaba más bien hacia la segunda línea de acción. En los otros partidos y movimientos que apoyaban al gobierno, en general, se reproducía esta misma diferenciación que era, más que una división política o ideológica de fondo, sólo una discrepancia en relación a los métodos concretos de lucha, como se apreciaría luego con nitidez durante el proceso de aplicación de la reforma agraria.
Las fuerzas que sustentaban al gobierno formaban un conjunto bastante amplio dentro del que destacaba el partido comunista, que pronto se denominaría PGT, el grupo más coherente y organizado de todos, con metas claras y un modo de accionar muy efectivo. Los sindicatos y las organizaciones campesinas, agrupados en la CGTG y la CNCG, aportaban la fuerza del número, cerca de 100.000 trabajadores y cerca de 200.000 campesinos organizados y conducidos, en lo fundamental, por dirigentes del PGT o personas muy próximas a ellos. Completaban el cuadro el PAR, un partido de izquierda que se había vuelto bastante amorfo, el partido RN, muy reducido ya en cuanto a su capacidad de movilización, y el PRG, un nuevo partido que se formaría durante el curso de 1952 y adoptaría finalmente posiciones muy próximas a las del PGT. Dentro de esta amplia coalición sobresalía el PGT, no sólo por su mayor disciplina y claridad ideológica, como hemos dicho, sino porque además poseía un amplio control sobre el movimiento sindical y contaba a su favor con un factor decisivo: la amistosa proximidad de sus máximos líderes, en especial José Manuel Fortuny, al presidente Arbenz y su esposa.
Frente a esta estructura política, amplia y bien organizada, se levantaba una oposición mucho menos consolidada, variada en sus posiciones políticas, a la que unía sólo su común rechazo al comunismo y su temor de que el país estuviese entrando ya en un curso político irreversible. No por estas debilidades, sin embargo, carecían estas fuerzas políticas de capacidad de convocatoria. Ya hemos visto la decidida acción que siguió al reemplazo del director del Hospicio a comienzos del mandato de Arbenz. De la efervescencia que siguió a estos hechos surgió la creación de una nueva organización opositora, decididamente anticomunista, el Comité Cívico Nacional (CCN). El CCN se formó el 23 de agosto, encabezado por Jorge Adán Serrano, Guillermo Putzeys y Carlos E. Simons, entre otros destacados activistas.
El CCN, junto con el Partido de Unificación Anticomunista (PUA) y otras organizaciones estudiantiles y femeninas realizó, meses después, el 23 de marzo de 1952, una amplia manifestación de repudio al gobierno. La convocaban los tres dirigentes mencionados en el párrafo anterior junto a José Luis Arenas Barrera, del PUA, Héctor y Domingo Goicolea, del CEUA, y varios otros dirigentes y miembros de la oposición, como Mario Sandoval Alarcón, Eduardo Taracena de la Cerda, Roberto Herrera Ibargüen y Ramiro Alfaro. Las estimaciones sobre el número de manifestantes varían entre 20.000 (cifra dada por el gobierno) y 80.000, por lo que puede afirmarse -en cualquier caso- que se trató de un acto político importante. La oposición reclamaba la aplicación estricta del artículo 32 de la constitución, que prohibía casi expresamente la actividad en el país del comunismo internacional, y pedía en consecuencia la disolución del PGT.
Durante el resto de 1952 el gobierno se concentró en su proyecto fundamental, la ley de reforma agraria, en tanto que la oposición -bastante dividida en realidad, a pesar de actos como el que acabamos de relatar- trataba de constituir un frente unido ante el gobierno. El Decreto 900, como ya hemos visto, había sido elaborado con el sigilo propio de quienes no deseaban despertar prematuros antagonismos y, en ese mismo sentido, el debate parlamentario había sido relativamente breve. Después de junio el ejecutivo comenzó a implementar el mecanismo administrativo bajo el que se realizaría la reforma en el campo, de modo que no hubo, de inmediato, expropiaciones de fincas o mayores cambios en el sector agrario.