1.3 La caída de Ubico
La sociedad guatemalteca, rural y tradicional como era, no aceptó con absoluta pasividad la perpetuación de una dictadura que así amenazaba con prolongarse por 18 años. El malestar se extendió entre algunas figuras políticas que habían tenido que salir al exilio –o que se mantenían apartadas en una especie de exilio ‘diplomático’, como lo hacía el embajador en Estados Unidos, Adrián Recinos. Pero el núcleo fundamental del descontento, la chispa que encendió los sucesos de 1944, provino de los estudiantes.
Sólo existía en aquella época una universidad, la Nacional, fundada en tiempos de la colonia con el nombre de Universidad de San Carlos (USAC), que entonces contaba apenas con unos 1.500 o 2000 estudiantes. El dictador desconfiaba de ella, por lo que la había sometido a un control absoluto, interviniendo incluso personalmente en la designación de todas sus autoridades. Entre los estudiantes, sin embargo, se iba extendiendo un creciente malestar ante la larga dictadura, un descontento agravado entre otras cosas por el regalo de 200.000 quetzales (equivalentes a $ 200.000) que el congreso había otorgado al general Ubico en 1940.
A partir de ese mismo año se habían fundado, o refundado en algunos casos, varias asociaciones de estudiantes que se interesaban por mejorar los estudios en las diversas facultades de la universidad: la de Economía, la de Ingeniería, la de Ciencias Naturales y Farmacia, la de Medicina, la de Odontología y la de Derecho, la más importante de todas. Realizaban actos culturales de diverso tipo, programaban conferencias, promovían la redacción de algunos artículos para la prensa y, en fin, se ocupaban de asuntos básicamente estudiantiles. Pero -en un clima internacional cada vez

Franklin D. Roosevelt
menos tolerante hacia las dictaduras, pues la Segunda Guerra Mundial era peleada, por los Aliados, como una cruzada por la democracia y contra el autoritarismo- los estudiantes comenzaron poco a poco a politizarse. Las “cuatro libertades” que proclamaba al mundo el presidente Roosevelt en la Carta del Atlántico penetraban en su conciencia como metas a las que también, en este rincón del mundo, se tenía derecho.
Las diversas asociaciones mencionadas comenzaron a tener contactos entre sí y a cuestionar a las autoridades universitarias, siempre tan sumisas al poder del caudillo. El 18 de agosto de 1943 se realizó un congreso que culminó con la fundación de la AEU, la Asociación de Estudiantes Universitarios de Guatemala. El régimen de Ubico permaneció atento a estos acontecimientos pero no tomó mayores medidas represivas: no había, hasta entonces, motivo alguno para hacerlo.
Un suceso del exterior, sin embargo, inició en abril del año siguiente los acontecimientos que habrían de terminar con el gobierno del general. En un ambiente cada vez más favorable a la democracia, pues ya cabían muy pocas dudas respecto al desenlace de la guerra mundial, se produjo en El Salvador un movimiento de resistencia liderizado por los estudiantes que, luego de una huelga general, acabó con la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez, quien gobernaba la vecina nación también desde 1931. Los hechos tuvieron rápida y directa repercusión en Guatemala: los estudiantes lanzaron un manifiesto de apoyo a sus compañeros salvadoreños y se dispusieron también a actuar.
La lucha comenzó por algo que políticamente puede parecer tal vez trivial, el reclamo por reemplazar algunos decanos de la universidad. Ya esto había ocurrido, y con éxito para los estudiantes, en 1938, 1940 y 1942, en las facultades de Derecho y de Ciencias Naturales. Pero en mayo de 1944 se inició un nuevo movimiento, más politizado esta vez, más unificado y coordinado: hacia mediados de mes fueron los estudiantes de derecho quienes exigieron el cambio de sus autoridades, a los que siguieron a los pocos días los de la Facultad de Economía. El gobierno, aceptando en principio las demandas, reaccionó de un modo que exaltó aún más los ya caldeados ánimos: removió los decanos cuestionados pero nombró, en su reemplazo, a varias figuras todavía más repudiadas por los estudiantes. Se produjeron reuniones y asambleas mientras la AEU, ya más organizada, iniciaba contactos para incorporar a sus filas a los maestros, todavía no organizados en el país. Estos, cansados de tener que participar de modo obligado en los desfiles a los que, en ocasión de diversas efemérides, los forzaba el régimen -incluyendo largos y penosos ensayos bajo supervisión militar- también estaban dispuestos a trabajar contra el gobierno.
“El 19 de junio la Facultad de Derecho protestó en masa: la Asociación ‘El Derecho’ que representaba a la primera, se declaró en estado de huelga”. A este pronunciamiento, con los ánimos ya soliviantados, le siguieron otros similares hasta que el día 21 se produjo lo impensable: los estudiantes –a los que se les habían unido los maestros- presentaron una especie de ultimátum, reclamando la autonomía de la universidad y varios otros puntos de naturaleza académica, bajo la amenaza de ir a la huelga general, con suspensión de los servicios que prestaban en escuelas, tribunales y hospitales, si sus peticiones no se atendían. El documento fue presentado a las autoridades al día siguiente por la mañana y ese mismo día, comprendiendo ya la magnitud del movimiento que tenía ante sí, Ubico declaró el estado de emergencia, con el correspondiente cierre de la universidad.
Tal vez el general pensaba que, con estas medidas, podría ponerse fin a una agitación que, hasta el momento, se había confinado exclusivamente al ámbito universitario. Pero el movimiento no se detuvo, al contrario, creció en intensidad frente a la respuesta represiva que le había dado el gobierno. Para el sábado 24, “a las 11 de la mañana, principiamos a recorrer las calles, en las banquetas, caminando, cientos de gentes vestidas respetuosamente de luto. Vamos pasando por la embajada de Estados Unidos. Espontáneamente, sin haberse de puesto de acuerdo nadie, es el único lugar donde la gente principia a palmear, a chocar una mano con otra en forma casi rítmica a como vamos caminando”, nos dice Gabriel Martínez del Rosal, uno de los participantes. Otro, Manuel Galich, nos relata la llegada al punto final de la convocatoria: “Una columna de uno o dos centenares de estudiantes y maestros desfilaron frente al Palacio nacional, silenciosamente, con las manos a la espalda y con paso lento”. Debe haber sido impresionante verlos así, sin palabras, sin rótulos visibles, vestidos de oscuro, aproximarse al centro del poder: no era poca la valentía de estos jóvenes que desafiaban abiertamente, aunque de un modo mesurado, a un régimen capaz de mostrar singular dureza.
Pero nada especial sucedió en aquel momento. El desfile cívico concluyó en paz y, en apariencia, la normalidad retornó a la ciudad. Pero sólo por muy pocas horas. Esa misma tarde, tal vez estimulados por la falta de abierta represión, los líderes estudiantiles –el mismo Manuel Galich que acabamos de mencionar, los hermanos Mario y Julio César Méndez Montenegro, Julio Valladares Castillo, Armando Sandoval Alarcón, entre otros- convocaron a otra manifestación y, esta vez sí, los acontecimientos se aceleraron. Cuando los estudiantes marchaban por la 6ª. Avenida, hacia el Palacio de Gobierno, la gente que estaba en la calle, en las aceras, como espectadora pasiva de la marcha, comenzó de pronto a unirse a los manifestantes. El pueblo, diríamos así, bajó a la calle, se unió a los universitarios y maestros, y comenzó a gritar “¡La renuncia!”
Al día siguiente, domingo, después de una noche que se vivió en tensa calma, la gente volvió a la calle. Había miedo, porque los rumores decían que Ubico había ordenado que se tirara a matar, pero los estudiantes salieron igual: muchos recuerdan que se confesaron previamente, porque pensaban que la lucha era a muerte y se estaba llegando al momento final: “era él o nosotros”, nos dice una participante. Pero Ubico no tiró a matar esta vez, aunque hizo algo que, desde el punto de vista político, resultó todavía mucho peor: sus tropas lanzaron bombas de fósforo a los manifestantes, causando quemaduras a varios de ellos, incluyendo a Armando Sandoval, uno de los mencionados líderes universitarios. La acción habría de tener muy pronto severas repercusiones, pues los médicos que atendieran a los heridos, indignados, propagaron la noticia rápidamente por toda la pequeña ciudad.
Los estudiantes, para no perder el ritmo de la acción, organizaron esa misma tarde otra manifestación, esta vez de mujeres. La convocatoria fue para las tres de la tarde, en la iglesia de San Francisco, en la 13ª. Calle, a la que fueron llegando con temor, pero con indudable valor, estudiantes, maestras, muchachas de las familias más tradicionales y también del pueblo, muchas de las cuales habían salido de sus casas sin anunciar a sus familias lo que se proponían hacer. Cuando ya la iglesia estaba llena, a eso de las cuatro, se decidieron a salir. Lo hicieron de dos en dos, avanzando primero por la trece calle hasta la 6ª. Avenida, cuando escucharon que –desde atrás- se aproximaba la policía montada, con sus sables y sus enormes caballos. En la 6ª. Avenida había ya apostados muchos soldados, con fusiles de 7mm, que –al verlas- comenzaron a disparar.

Arzobispo Rossell y Arellano
En ese momento fue que cayó la única víctima fatal que produciría la acción: María Chinchilla, una maestra, que según testigos llevaba puesto un saco rojo sobre su vestido negro, recibió en ese momento un fatal balazo en el pómulo que la dejó sin vida sobre la calle. Las mujeres se dispersaron, naturalmente, refugiándose en las casas que les abrían sus puertas, en comercios y en iglesias cercanas. En La Oriental, por ejemplo, una empresa de transporte extraurbano, se agolpó un buen número de las jóvenes, pugnando por entrar. Los soldados seguían disparando, mientras el pánico recorría las calles de esa imprevista Guatemala que se levantaba contra el gobierno. El arzobispo Rossell y Arellano, prelado de la capital, tuvo el valor de presentarse enseguida en La Oriental para respaldar moralmente a las manifestantes, en tanto los estudiantes llevaban en taxis a los cinco heridos que allí se habían refugiado hasta el Hospital General, a escasas cuadras del sitio, para que indignados médicos y estudiantes de medicina pudieran atenderlos.
Pasadas las manifestaciones, ese lunes, se llamó a la huelga general contra Ubico, siguiendo el modelo que había resultado tan efectivo dos meses antes en El Salvador. La huelga, que tenía como expresión más visible el cierre de comercios, se comenzó a cumplir en forma bastante parcial al principio, en medio de un ambiente de incertidumbre, temor y expectación.
Pero mientras tanto la oposición, ampliada ahora, ya se había movilizado: apenas Ubico declaró el estado de emergencia un núcleo de opositores se había congregado para remitir al dictador un escrito en que, en tono mesurado pero firme, se solicitaba “a) el restablecimiento, sin demora, de las garantías constitucionales; b) la plena efectividad de tales garantías” que, si bien aparecían en el texto fundamental, no eran respetadas en Guatemala desde bastante tiempo atrás. El documento que se iría a presentar a Ubico comenzó a recibir rápidamente las adhesiones de muchas figuras notables de la vida nacional. Un comité, integrado por Jorge Toriello, un comerciante muy activo ya en la oposición a Ubico, y en el que figuraban también su hermano, Guillermo, Eugenio Silva Peña, Ernesto Viteri B., José Rolz Bennett, Julio Bianchi, Francisco Villagrán, el coronel Guillermo Flores Avendaño y otros ciudadanos, se movilizó al respecto. No eran ya los escasos y bien conocidos opositores al general los que le reclamaban la forma autoritaria en que se gobernaba a Guatemala: firmaban también personas notables que habían apoyado hasta entonces al régimen, amigos que habían permanecido siempre fieles, personalidades que por lo general no se inmiscuían en la vida política del país.
La petición, conocida luego con el nombre de Memorial de los 311, por el número de firmas con que contaba, fue entregada al dictador el mismo día 24 por Jorge Adán Serrano y Federico Carbonel, y en ella aparecía el nombre de muchos ciudadanos notables como el Dr. Robles –amigo personal de Ubico- junto con la firma de estudiantes, como los hermanos Armando y Mario y Sandoval Alarcón y Julio Valladares, y de muchos otros líderes importantes de la sociedad guatemalteca.
Ubico no reaccionó de inmediato. Pero las manifestaciones del día siguiente y nuevos memoriales que le entregaran pidiendo ya su renuncia -entre ellos uno que le fue remitido poco después, el día 29, con la firma de 52 connotados médicos de la ciudad- lo obligaron a reflexionar. Este documento, breve pero inequívoco en su intención, concluía así:
“La conciencia entera de todo el país, el alma de todos los guatemaltecos capaces de comprender y de sentir la enormidad de este enorme atentado contra la humanidad, se siente conmovida en lo más íntimo, y es ese sentimiento, compartido por todos los Médicos firmantes que hemos podido presenciar con nuestros propios ojos o curar con nuestras propias manos las horrorosas consecuencias de la agresión, el que nos induce a declararle que de hoy en adelante toda relación cordial, todo buen entendido entre Ud. y sus gobernados, es imposible, pues siempre surgirá entre uno y otros el recuerdo de las víctimas. Por consiguiente, le pedimos que RENUNCIE de la presidencia de la República, toda vez que en lo sucesivo la acción gubernativa no podría ejercerla si no a base de imposición o terror. Así no se puede gobernar un país, menos en los tiempos actuales, en los que los principios democráticos y las libertades consagradas por la Carta del Atlántico, triunfan en el mundo entero.
Guatemala, 25 de junio de 1944.”
Este nuevo memorial, en el que se recordaban veladamente las quemaduras producidas por las granadas de fósforo lanzadas a los manifestantes, estaba signado por los doctores “Guzmán, Sánchez, Aragón, Gálvez, Bianchi, Barnoya, Martínez Durán, [Vicente] Zebadúa, Echeverría, Poitevin, Chacón, Escobar, Morales, Padilla, Rivera, Carrillo, Quevedo, Leal, Andrade, Enríquez y demás valientes”, y entre sus 52 firmantes, aparecía también la rúbrica del Dr. Wunderlich, muy amigo del mandatario, quien atónito pidió a su esposa que llamara a la casa del galeno para confirmar la autenticidad de la firma. Doña Marta así lo hizo y Jorge Ubico tuvo entonces la suficiente lucidez como para entender que su régimen estaba acabado: lo atacaban los estudiantes y los maestros, manifestaba la gente del pueblo, hasta las mejores familias y los hombres más connotados le daban ya la espalda. El general, se decía, estaba ya padeciendo la enfermedad que en menos de dos años lo llevaría a la tumba o, en todo caso “estaba cansado y pensaba renunciar”, como lo habría manifestado el general Roderico Anzueto, una de las personas que detentó gran poder dentro de su régimen, en declaración que diera unos meses antes.
Sin seguir los pasos que prescribía la constitución -y que obligaban a llamar a la Asamblea Legislativa para que éste aceptase la renuncia y entregase el poder a uno de los ‘designados’ que existían para tal eventualidad- Ubico entregó el mando, directamente y sin mayores ceremonias, a tres generales que estaban en Palacio por un asunto menor y se vieron profundamente sorprendidos por la decisión. Eran ellos Buenaventura Pineda, Francisco Villagrán Ariza y Federico Ponce Vaides. Según lo manifiesta un comunicado oficial de prensa, lo hizo así en el entendimiento de que eso resultaba necesario “para evitar los desórdenes que pudieran sobrevenir como consecuencia de su renuncia, antes de que la Asamblea legislativa nombrara la persona que debía sucederle”. Presentó luego su renuncia formal ante dicha asamblea con fecha 1 de julio (dicen que para que no coincidiera con el 30 de junio, aniversario de la Reforma Liberal de 1871), “sin vacilaciones ni dudas”, en una breve comunicación en la que hoy, después de tanto tiempo, no se percibe mayor rencor ni deseo de venganza. “Acto seguido se retiró a su residencia particular en el poniente de la ciudad”, muy cerca de la legación de Inglaterra.